La mano encantada

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Título: La mano encantada Autor: Gérard de Nerval Género: Fantástico

Eustache Bouteroue, un joven formal y con poca destreza para el arte de la lid, se ve forzado a batirse en duelo por su amada. Con ayuda de un titiritero y sus encantamientos consigue superar el embate, aunque posteriormente se ve superado por las circunstancias. Debido al hechizo su mano adquiere vida propia y lo lleva al precipicio en el que la muerte resulta ser el único antídoto contra el apéndice encantado. Humor, miedo y crítica social, hacen de este relato de Nerval el más próximo a las formas del género «gótico» tan en boga hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX. En La mano encantada, Nerval muestra su afición e interés por la magia, el ocultismo, la cábala, el esoterismo, el simbolismo o la alquimia. No es únicamente un relato fantástico, puesto que nos ofrece un segundo nivel de lectura donde el lector hallará múltiples referencias a los temas anteriormente citados, a libros de la época relacionados con ellos y a todo el elenco de personajes por los que mostraba especial debilidad el autor: magos, titiriteros, bufones o comediantes.

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Portada del libro La mano encantada

La mano encantada de Gerard de Nerval


Fragmento del libro


También hay que advertir que los ladrones de entonces eran menos caballerescos que los de hoy, y que este miserable oficio era en aquellos tiempos una especie de arte que hasta los buenos hijos de familia se dignaban ejercer. Muchas buenas capacidades, arrojadas a los pies de una sociedad llena de barreras y de privilegios, rechazadas por ella se educaban devotamente en aquel oficio; enemigos mucho más peligrosos para los particulares que para el Estado, cuya máquina quizá hubiese estallado sin esta válvula de escape. Además, sin duda alguna la justicia de entonces daba un trato cortés a los ladrones distinguidos, y nadie como el magistrado de la plaza de la Delfina ejerció tan gustosamente esa tolerancia, y ello por razones que ya conoceréis. En cambio, ninguno tan severo como él con los torpes: éstos pagaban por los otros y llenaban los patíbulos, que, según frase de D'Aubigné, daban entonces sombra a París, con gran deleite de los burgueses, que eran entonces mejor robados, con la suma perfección del arte de la briba.

Godinot Chevassut era un hombrecillo orondo que empezaba a encanecer y que se alegraba mucho de ello, al revés de lo que suele ocurrir a casi todos los viejos; así, pensaba él, perdería por fin su pelo aquel color encendido que tenía de nacimiento, y que le valió el desagradable mote de el Salmonete, que sus conocidos, como era más fácil de recordar y pronunciar, cambiaban por su verdadero nombre. Tenía ojos bizcos y muy vivos, aunque casi siempre los medio cerraba bajo el espesor de sus gruesas cejas, y una boca desgarrada como las personas que ríen constantemente.


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