Los misterios de Udolfo

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Título: Los misterios de Udolfo Autor: Ann Radcliffe Género: Clásico

Ann Radcliffe (1764-1823) es la escritora más emblemática de la imaginación gótica, y sus novelas fueron punto de referencia para los autores que cultivaron el género. Tres obras se alzan en el altar de la literatura gótica: Los misterios de Udolfo de la Radcliffe, El monje de Lewis, y Melmoth el errabundo de Maturin (los tres editados en esta colección). Los misterios de Udolfo se desarrolla en el siglo XVI, y está ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heroínas de la Radcliffe, se enfrenta a las adversidades y desastres provocados por Montoni con la fuerza de la racionalidad, después de haber sucumbido momentáneamente a la superstición. La persecución del malvado Montoni tiene lugar en el castillo de Udolfo, donde acontecen múltiples fenómenos sobrenaturales: vagas figuras extrañas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas... Los misterios de Udolfo, junto con son las cimas del arte de Ann Radcliffe, y de la novela gótica y romántica.

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Portada del libro Los misterios de Udolfo

Los misterios de Udolfo de Ann Radcliffe


Sinopsis

"Los misterios de Udolfo" es una novela escrita por Ann Radcliffe, y su título en español es "Los misterios de Udolfo: Una historia de amor y suspense".

La sinopsis de la novela es la siguiente:

La historia sigue a un joven llamado Ralph Montague, quien viaja a Italia en busca de su tío, el duque de Udolfo, quien ha desaparecido misteriosamente. Durante su viaje, Ralph se encuentra con una hermosa y intrigante mujer llamada Emily St. Aubert, quien también está buscando a su tío. Juntos, deciden investigar el misterio que rodea a Udolfo y descubren una trama de intrigas y secretos que ponen en peligro sus vidas.

La novela es un clásico de la literatura gótica y es conocida por su suspense y misterio, así como por su descripción detallada de la Italia del siglo XVIII.

Fragmento del libro


St. Aubert continuó silencioso hasta que llegaron al castillo, donde su esposa se había retirado a sus habitaciones. La languidez y el desánimo que la habían oprimido últimamente, y que había logrado superar por la llegada de sus invitados, volvía ahora con mayor intensidad. Al día siguiente aparecieron síntomas de fiebre. St. Aubert, que había mandado llamar al médico, fue informado de que su trastorno era debido a una fiebre de la misma naturaleza de la que él se acababa de recuperar. No había duda de que se le había contagiado la infección durante el tiempo en que estuvo atendiéndole, y que debido a la debilidad de su constitución no había superado la enfermedad inmediatamente. La tenía en sus venas y le causaba la pesada languidez de la que se venía aquejando. St. Aubert, cuya ansiedad por su esposa oscureció cualquier otra preocupación, retuvo al médico en casa. Recordó los sentimientos y las reflexiones que tanto le habían afectado el día que visitaron por última vez el pabellón de pesca en compañía de


madame


St. Aubert, y tuvo el presentimiento de que aquella enfermedad sería fatal. Se lo ocultó a ella y a su hija, a la que se imponía reanimar con esperanzas. El médico, al ser preguntado por St. Aubert sobre su opinión relativa a la enfermedad, contestó que el desarrollo dependía de circunstancias de las que no podía estar seguro.


Madame


St. Aubert parecía tener una opinión más concreta, pero sus ojos sólo expresaron leves indicios.


Con frecuencia los dejaba fijos en sus inquietos amigos con acentos de piedad y de ternura, como si anticiparan la pena que les esperaba, y parecían decir que era sólo por ellos, por sus sufrimientos, por los que le pesaba la vida. Al séptimo día, la enfermedad hizo crisis. El médico asumió un aire de preocupación que ella advirtió y tomó como pretexto, en un momento en que su familia había salido de la habitación, para decirle que se daba cuenta de que su muerte se aproximaba.


—No tratéis de engañarme —dijo ella—, siento que no podré sobrevivir mucho más. Estoy preparada para ello. Desde hace mucho lo he esperado. Teniendo en cuenta que no voy a vivir mucho, no cometáis el compasivo error de animar a mi familia con falsas esperanzas. Si lo hacéis, su aflicción será mayor cuando todo ocurra. Me animaré a enseñarles a tener resignación con mi ejemplo.


El médico se sintió muy afectado, pero prometió obedecerla. Le dijo a St. Aubert, tal vez con cierta brusquedad, que no había esperanzas. Este último no poseía la suficiente filosofía para contener sus sentimientos cuando recibió esta información; pero la consideración del aumento de los sufrimientos que podría ocasionar en su esposa el observar su dolor, le permitió, pasado algún tiempo, dominarse en su presencia. Emily se sintió vencida al saberlo; después, engañada por la fuerza de sus deseos, se llenó con la esperanza de que su madre podría recuperarse y a esta idea se aferró casi hasta el último momento.


El progreso de la enfermedad se reflejaba, por parte de


madame


St. Aubert, en la paciencia de sus sufrimientos. La compostura con la que esperaba la muerte sólo podía ser consecuencia de una mirada retrospectiva a una vida gobernada, tanto como la fragilidad humana lo permite, por la conciencia de haber estado siempre en presencia de Dios y por la esperanza en un mundo mejor. Pero su piedad no podía evitar enteramente el dolor de abandonar a aquéllos a los que tan profundamente amaba. Durante aquellas sus últimas horas, conversó mucho con St. Aubert y Ernily sobre el futuro y otros temas religiosos. La resignación que expresaba, con la firme esperanza de encontrarse en un mundo futuro con los amigos que había dejado en éste, y el esfuerzo que a veces tenía que hacer para ocultar su pena por esta separación temporal, afectaba con frecuencia a St. Aubert, obligándole a salir de la habitación. Tras unas lágrimas a solas, regresaba con el rostro sereno a aquel escenario que aumentaba su dolor.


Hasta aquellos momentos nunca había sentido Emily la importancia de las lecciones que le habían enseñado a contener su sensibilidad, y nunca las había practicado con un triunfo tan completo. Pero cuando pasó la última hora, se sintió hundida bajo el peso de su dolor y comprendió que había sido la esperanza, tanto como la fortaleza, las que la habían sostenido. St. Aubert estuvo algún tiempo demasiado necesitado de consolarse a sí mismo para poder hacerlo con su hija.



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