En rada

Fragmento del libro

Y Norina, su mujer, era más robusta aún. También había pasado de los sesenta. Más alta que su marido, era todavía más delgada; sin vientre, ni pecho, ni anchura de hombros, y con caderas en forma de azada, nada en ella recordaba a la mujer. El rostro amarillo, cuadriculado de arrugas, costuronado de rayas como un plano, jaspeado lo mismo que una estofa a todo lo largo del cuello, se alumbraba con dos ojos de un azul claro extraño, ojos incisivos, jóvenes, casi obscenos, en esta cara cuyos surcos y retículas animábanse al menor movimiento de los párpados y de la boca; además, la nariz recta se afilaba como la hoja de un cuchillo y se agitaba por la punta al propio tiempo que la mirada. Era inquietante y ridícula, y aún añadía la singularidad de sus gestos al malestar producido por sus ojos claros y a la concavidad de su boca desprovista de dientes. Parecía movida por un mecanismo, sin coyunturas: se erguía en una pieza, andaba cual un cabo de escuadra, tendía el brazo igual que esos autómatas a los que se toca un resorte; y sentada, sin sospecharlo, afectaba posturas cuya comicidad acababa por hacerse molesta: se mantenía en la actitud soñadora de las damas representadas en los cuadros del primer imperio, con los ojos alzados al cielo, la mano izquierda sobre la boca y el codo sostenido por la palma de la mano derecha.

Santiago examinaba a esta pareja, cuyos rasgos toscos, como al carbón, acusaba más netamente aún que en pleno día la débil luz de una bujía rústica tan alta cual un cirio.