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Las tribulaciones de una institutriz victoriana. La primera novela de la menor de las hermanas Brontë. Cuando su familia queda empobrecida tras una especulación financiera desastrosa, Agnes Grey decide colocarse como institutriz para contribuir a los escasos ingresos familiares y demostrar su independencia. Pero su entusiasmo se apaga rápidamente al tener que luchar contra los difíciles hijos de los Bloomfeld y el doloroso desdén con que la trata la familia Murray. Inspirada directamente en las infelices experiencias de la autora, Agnes Grey describe las temibles presiones a que se sometía a las institutrices en el siglo XIX.
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Agnes Grey de Anne Bronte
"Agnes Grey" es una novela escrita por Anne Brontë en 1847, y su título en español es "Agnes Grey: Una historia de la vida de una institutriz".
La siposis de la novela, en términos generales, es la siguiente:
Agnes Grey es una joven mujer que se une a la profesión de la enseñanza en el siglo XIX. A medida que avanza la historia, Agnes se da cuenta de que su trabajo como institutriz es difícil y estresante, y que está rodeada de problemas y desafíos. A pesar de las dificultades, Agnes lucha por mantener su dignidad y su integridad en un entorno que no siempre es justo o respetuoso.
La novela es una crítica social y una reflexión sobre la condición de las mujeres en la sociedad victoriana, y explora temas como la opresión, la explotación y la falta de derechos de las mujeres.
Pero aún tenía que dedicar unas semanas a los preparativos. ¡Qué largas y tediosas me parecieron aquellas semanas! Sin embargo, eran felices en la mayor parte, llenas de brillantes esperanzas y ardientes expectativas. ¡Con qué extraño placer ayudé a hacer mi nueva ropa y luego a preparar los baúles!
Pero había una sensación de amargura mezclada en esta última ocupación, y cuando se acabó, cuando ya estaba todo preparado para mi partida al día siguiente y se acercaba la última noche en casa, una súbita angustia pareció llenarme el corazón. Mis seres queridos tenían un aspecto tan triste y hablaban con tanta amabilidad que me costaba trabajo evitar derramar unas lágrimas, pero aun así fingí estar alegre. Había dado el último paseo con Mary por los páramos, la última vuelta por el jardín y por la casa; con ella había dado de comer por última vez a las palomas, animales preciosos a los que habíamos enseñado a comer en nuestras manos. Les había acariciado la espalda por última vez mientras se apiñaban en mi regazo. Había dado un tierno beso a mis favoritas, la pareja de colipavas blancas como la nieve; había tocado la última melodía en el viejo piano amigo y cantado para papá la última canción; esperaba que no fuera la última, pero sería la última en lo que me parecía a mí muchísimo tiempo; y quizás cuando volviese a hacer todas estas cosas, ya sería con otros sentimientos; puede que las circunstancias cambiaran y que esta casa no volviera a ser mi hogar nunca más.
Mi queridísima amiga, la gatita, cambiaría sin remedio; ya se estaba convirtiendo en una hermosa gata adulta; y cuando volviera, aunque fuese una apresurada visita en Navidades, lo más probable era que hubiera olvidado tanto a su compañera de juegos como sus alegres travesuras. Había retozado con ella por última vez; y cuando acaricié su brillante piel suave mientras ronroneaba dormitando en mi regazo, tuve un sentimiento de tristeza que no pude disimular. Luego, a la hora de acostarnos, cuando me retiré con Mary a nuestro dormitorio silencioso, donde ya mis cajones y mi parte de la librería estaban vacíos, y donde en adelante ella tendría que dormir sin compañía, en triste soledad, tal como ella lo expresaba, me pesaba el corazón más todavía. Sentí que había sido egoísta y mala al insistir en dejarla; y cuando me arrodillé una vez más junto a nuestra pequeña cama, pedí bendiciones para ella y mis padres con más fervor que nunca. Para disimular mi emoción, hundí la cara en las manos, y enseguida se mojaron de lágrimas. Al levantarme, me di cuenta de que ella también había llorado, pero no hablamos ninguna de las dos; en silencio nos tumbamos a descansar, juntándonos un poco más con la conciencia de que muy pronto habíamos de separarnos.
Pero la mañana trajo renovadas esperanzas y ánimos. Iba a marcharme temprano, para que el vehículo que me llevaba (una calesa alquilada al señor Smith, el mercero, especiero y mercader de té del lugar) pudiese regresar el mismo día. Me levanté, me lavé, me vestí, desayuné apresuradamente, recibí los cariñosos abrazos de mi padre, mi madre y mi hermana, besé a la gata, para gran escándalo de Sally, la criada, le estreché la mano a esta, subí a la calesa, me tapé la cara con el velo y entonces, y ni un minuto antes, me deshice en lágrimas.
La calesa se alejó balanceándose, y miré atrás: mis queridas madre y hermana estaban aún en la puerta mirando cómo me marchaba y diciéndome adiós con la mano. Les devolví el saludo y rogué a Dios con todo mi corazón que las bendijera. Bajamos la cuesta y ya no las vi más.
—Hace fresquito esta mañana, señorita Agnes —comentó Smith— y está oscuro también; pero quizás lleguemos a aquel lugar antes de que se ponga a llover con fuerza.
—Espero que sí. —Le respondí con toda la tranquilidad de la que fui capaz.
—Cayó un buen chaparrón anoche también.
—Sí.
—Pero quizás este viento frío mantendrá alejada la lluvia.
—Puede que sí.
Y aquí acabó nuestra conversación. Cruzamos el valle y comenzamos a subir por la colina siguiente. Mientras la subíamos, volví la vista atrás de nuevo: allí estaba la aguja de la iglesia de la aldea, y más allá la vieja rectoría gris, iluminada con un rayo oblicuo de sol, un rayo débil, nada más, pero la aldea y las colinas que la rodeaban estaban todas en sombra y celebré esta luz fortuita como un buen augurio para mi hogar. Con las manos juntas, pedí fervorosamente una bendición para sus ocupantes, y volví la vista precipitadamente, pues vi que desaparecía la luz; y tuve cuidado de evitar mirar más por si lo veía envuelto en tinieblas como el resto del paisaje.
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