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Algo más de un tercio de los cuentos publicados en periódicos y revistas, durante toda la trayectoria de Horacio Quiroga como narrador, nunca fue recopilado en libro. El presente volumen, amplia selección de dicho material (1906-1935), intenta paliar ese vacío.El Quiroga que aquí recuperamos, el que se multiplicó en publicaciones de vasto tiraje y heterogéneo público, confirma sus dotes de extraordinario constructor de ficciones, abriendo el camino para que quienes lo sucedieron —Borges, Cortázar, Rulfo, Ribeyro— pudieran llevar el cuento hispanoamericano a la insuperable maestría que alcanzó poco después. Por todo ello, su aporte sigue vivo y actual.[Contiene: «El gerente», «De caza», «Mi cuarta septicemia (Memorias de un estreptococo)», «El lobisón», «La serpiente de cascabel», «En el Yabebirí», «La compasión», «El mono ahorcado», «La ausencia de Mercedes», «Recuerdos de un sapo», «La vida intensa», «La defensa de la patria», «La madre de Costa», «Las voces queridas que se han callado», «El galpón», «Los guantes de goma», «Las Julietas», «O uno u otro», «Un chantaje», «Para estudiar el asunto», «En un litoral remoto», «Los pollitos», «El siete y medio», «El retrato», «Cuento para estudiantes», «La igualdad en tres actos», «El lobo de Esopo», «El compañero Iván», «Los corderos helados», «Juan Poltí, half-back», «El alcohol», «Su chauffeur», «El agutí y el ciervo», «Los precursores», «Los hombres hambrientos», «El invitado»]
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Cuentos dispersos de Horacio Quiroga
Pasé el mes siguiente a mi rechazo en la más grande necesidad. Llevé no obstante una vida ejemplar, visitando a menudo aquella persona que me había dado su alta recomendación para la compañía. Le hablaba calurosamente del trabajo regenerador, de la noble conformidad con todo esfuerzo, hecho valientemente y al sol, de mi vida frustrada, de mi ex oficio de
motorman
, tan querido. ¡Si pudiera de nuevo volver a eso! Tan bien hablé, que esa misma persona se interesó efusivamente y obtuve de nuevo la plaza. El gerente no quiso ni verme en el escritorio. Y yo, ¡qué tranquilidad gocé desde entonces!, ¡qué restregones de manos me daba a solas!
Pero el gerente no quería subir a mi coche. Hasta que una mañana subió, a las nueve y media en punto. Emprendimos tranquilamente el viaje. Tenía tan clara la cabeza que logré todas las veces detener el coche en la esquina justa; esto me alegró. Al entrar en Reconquista, recorrí inquieto toda la calle a lo largo; nada. En Lavalle abrí el freno, pero tuve que cerrarlo enseguida: había demasiados carruajes, y era indispensable que hubiera pocos, por lo menos durante la primera cuadra de corrida. Al llegar a Cuyo vi el camino libre hasta Cangallo; abrí completamente el conmutador y el coche se lanzó con un salto adelante. Ya estaba todo hecho. Volví la cabeza, algunos pasajeros inquietos, inclinados hacia adelante, se levantaban ya. Saqué la llave, calcé el freno y me lancé a la vereda. El coche siguió zumbando, lleno de gritos que no cesaron más. Pero enseguida, noté mi olvido terrible; me había olvidado del
troley
. ¿Se acordaría el guarda o algún pasajero? Seguí ansioso la disparada. Vi que en Cangallo alcanzó las ruedas traseras de una victoria y la hizo saltar a diez metros, con los caballos al aire. Desde donde yo estaba se oía entre el clamor el zumbido agudo del coche, hamacándose horriblemente. La gente corría por las veredas dando gritos. En Piedad deshizo a un automóvil que no tuvo tiempo de cruzar. Siguió arrollando la calle como un monstruo desatado, y en un momento estuvo en Rivadavia. Entonces se sintió claro el clamor: ¡la curva!, ¡la curva! Vi todos los brazos desesperados en el aire. Pero no había nada que hacer. Devoró la media cuadra y entró en la curva como un rayo.
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