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Pocos libros han ejercido influencia tan notable en nuestro pensamiento constitucional y político como La democracia en América de Alexis de Tocqueville. Editada en París por primera vez en 1835, hizo célebre a su joven autor, que fue saludado de inmediato como heredero del barón de Montesquieu, por su penetrante observación, por su elegancia y por la serenidad de su juicio. Así, pues, no es de extrañar que Dilthey hubiera dicho años más tarde que Tocqueville era «el mayor pensador político desde Aristóteles y Maquiavelo».Dos son los temas de La democracia en América: las instituciones norteamericanas como expresión de las costumbres y, en general, el estilo de vida de los Estados Unidos y los principios en que se basa un Estado democrático. La parte inicial de la Democracia desarrolla el primer tema. En ella se describe el funcionamiento de los tres poderes de la Unión: la estructura de los tribunales y los fundamentos del poder judicial, los cuerpos legislativos y la organización del poder ejecutivo federal, introducidos por el análisis de la Constitución federal. Se examina el sistema bipartidista y la importancia de las asociaciones, el poder de la mayoría y sus efectos. Esa parte termina con una serie de capítulos dedicados a considerar la influencia de las costumbres y de la religión en el mantenimiento del sistema democrático: «Los clérigos norteamericanos no pretenden atraer hacia la vida futura, sino que abandonan voluntariamente una parte de su corazón a los cuidados de la presente, y se diría que consideran los bienes del mundo como objetos importantes, aunque secundarios. Si no se asocian a la industria, se interesan al menos en su progreso y lo aplauden, y mostrando constantemente a los fieles la fidelidad al otro mundo como el gran objetivo de sus temores y esperanzas, nunca les prohíben que busquen honradamente el bienestar de éste».En la segunda parte está trazada toda la teoría del Estado democrático que constituye la gran aportación de Tocqueville, su filosofía política. «El hecho generador» de la nueva ciencia política se encuentra, dice Tocqueville, en la igualdad de condiciones que priva en la sociedad norteamericana. La igualdad es la causa; la libertad el efecto: «No difiriendo entonces ninguno de sus semejantes, nadie podrá ejercer un poder tiránico, pues, en este caso, los hombres serán perfectamente libres, porque serán del todo iguales y serán perfectamente iguales, porque serán del todo libres».A casi doscientos años de distancia de sus primeras ediciones, la vigencia de La democracia en América sigue demostrando su indiscutible actualidad de libro clásico de la ciencia política, su valor de libro de siempre.
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La democracia en America de Alexis de Tocqueville
La síntesis en español del libro "La democracia en América" de Alexis de Tocqueville es la siguiente:
"La democracia en América" es un libro escrito por Alexis de Tocqueville en 1835-1840, en el que el autor francés analiza la democracia en los Estados Unidos y su impacto en la sociedad. Tocqueville visitó los Estados Unidos en 1831 y 1832, y durante su viaje tomó notas y observaciones que luego utilizó para escribir este libro.
En "La democracia en América", Tocqueville hace una crítica profunda de la democracia estadounidense, destacando sus fortalezas y debilidades. Afirma que la democracia en los Estados Unidos es una forma de gobierno que se basa en la igualdad de los ciudadanos y en la participación activa de la población en la toma de decisiones políticas.
Aquí y allí se mostraban islas perfumadas que parecían flotar como canastillas de flores sobre la superficie tranquila del océano. Todo lo que, en esos lugares encantados, se ofrecía a la vista, parecía preparado para las necesidades del hombre, o calculado para sus placeres. La mayor parte de los árboles estaban cargados de frutos nutritivos, y los menos útiles al hombre deleitaban su mirada por el brillo y la variedad de sus colores. En una selva de limoneros olorosos, de higueras silvestres, de mirtos de hojas redondas, de acadas y de laureles, entrelazados por lianas floridas, una multitud de pájaros desconocidos por Europa dejaban resplandecer sus alas púrpura y azul, y mezclaban el concierto de sus voces a las armonías de una naturaleza llena de movimiento y de vida.
La muerte estaba oculta bajo manto tan brillante; pero no se le hacía caso todavía, entonces, y reinaba por lo demás en el aire de esos climas no sé qué influencia enervante que ataba al hombre al momento que vivía y lo tornaba inconsciente del porvenir.
La América del Norte apareció bajo otro aspecto. Todo en ella era grave, serio y solemne. Se hubiera dicho que había sido creada para llegar a ser los dominios de la inteligencia, como la otra la morada para los sentidos.
Un océano turbulento y brumoso envolvía sus orillas. Rocas graníticas le servían de protección. Los bosques que cubrían sus orillas mostraban un follaje sombrío y melancólico; no se veía crecer en ellos sino el pino, el alerce, la encina verde, el olivo silvestre y el laurel.
Después de penetrar a través de ese primer recinto, se encaminaba uno bajo las sombras de la floresta central. Allí se encontraban confundidos los más grandes árboles que crecen en los dos hemisferios: el plátano, el catalpa, el arce de azúcar y el álamo de Virginia enlazaban sus ramas con las del roble, del haya y del tilo.
Como en las selvas sometidas al dominio del hombre, la muerte hería aquí sin dar cuartel; pero nadie se encargaba de levantar los restos. Se acumulaban, pues, unos sobre otros. El tiempo no era bastante para reducirlos rápidamente a polvo y preparar nuevos lugares. Pero entre estos mismos restos, el trabajo y la producción proseguían sin cesar. Plantas trepadoras y hierbas de toda especie se abrían paso a través de los obstáculos. Se arrastraban a lo largo de los árboles abatidos, se encontraban entre el polvo, levantaban y quebraban la corteza herida que los cubría abriendo camino para sus tiernos retoños. Así era como venía en cierto modo a ayudar a la vida. Una y otra estaban frente a frente y parecían haber querido mezclar y confundir sus obras.
Esas selvas encerraban una oscuridad profunda. Mil arroyuelos, cuyo curso no había podido aún dirigir el trabajo del hombre, mantenían en ellas una eterna humedad. Apenas se veían algunas flores, algunas frutas silvestres y algunas aves. La caída de un árbol derribado por la edad, la catarata de un río, el mugido de los búfalos y el silbido del viento eran los únicos que turbaban el silencio de la naturaleza.
Alexis de Tocqueville
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