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En 1666 Exquemelin partió hacia América desde el puerto de El Havre en la nave San Juan, de la Compañía Francesa de las Indias Occidentales. El barco cayó en manos de los piratas y Exquemelin fue vendido como esclavo en la isla Tortuga. Durante su cautiverio aprendió de su amo el oficio de cirujano, y adoptó la Ley de la Costa siendo pirata. Así sirvió a las órdenes de piratas tan insignes como L’Olonnais, Morgan o Bertrand d’Oregon hasta el fallido desembarco en la costa occidental de Puerto Rico, en 1674. Participó asimismo en asedios a las plazas de tierra firme: combatió en los dos asaltos a Maracaibo, en las dos tomas de la isla de Santa Catalina y en la toma y desvastación de Panamá. Bucaneros de América es la crónica apasionante, narrada en primera persona, de un actor presencial de las aventuras de los piratas del siglo XVII. La obra se publicó en Ámsterdam en 1678, y sólo tres años después apareció la presente versión española.
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Bucaneros de America de Alexandre Olivier Exquemelin
La partida del autor hacia el poniente americano en servicio de la Compañía Occidental de Francia; encuentro de una nave inglesa; llegada a la Isla de la Tortuga
artimos del Havre de Grace en un navío llamado
San Juan
, que estaba montado con veinte y ocho piezas de artillería, veinte marineros, y doscientos y veinte pasajeros; contando los que la Compañía enviaba en su servicio como pasajeros libres y sus criados, en dos días del mes de mayo del año de 1666. Ancoramos debajo del cabo Borflor para juntarnos allí con otras siete naves de la Compañía, las cuales venían de Dieppe, buscándonos con otro navío de guerra, fuerte de treinta y siete piezas de artillería y doscientos y cincuenta soldados. De estas naves dos estaban destinadas para Senegal y cinco para Caribe, y nosotros para la isla de la Tortuga. Juntáronse allí también cerca de otros veinte navíos que iban para Terra Nova con otros bajeles holandeses que pasaban a Nantes, La Rochelle y San Martín; de manera, que componíamos en todo, una flota de treinta velas; aparejámonos allí y nos dispusimos en forma conveniente para pelear, sabiendo que cuatro fragatas inglesas (cada una de sesenta piezas de artillería) nos esperaban junto a la isla de Ornay. Después que el caballero Sourdis, almirante de nuestra flota, hubo dado sus órdenes, dimos a la vela con viento muy favorable; algunas nieblas se levantaron, que nos impidieron la vista, y no ser vistos de los ingleses. Caminábamos siempre cerca de las costas de Francia, huyendo del enemigo; y en este curso hallamos una nave de Ostende, la cual se quejó a nuestro almirante diciendo que un corsario francés le había robado por la mañana. Oído esto nos dispusimos para buscar dicho corsario; pero en vano, pues no pudimos darle alcance.
Los habitantes de las costas de Francia estaban tímidos y alborotados juzgando éramos ingleses, que creían buscábamos puesto para echar pie a tierra; arbolábamos nuestras banderas; mas aún no se confiaban. Dimos después fondo en la bahía de Conquet en Bretaña, cerca de la isla de Heysant, para hacer aguada; con que, habiendo hecho frescas provisiones, proseguimos el viaje para pasar el Ras de Fonteneau, por no exponernos a pasar la derechura de Sorlingas; temiendo a los ingleses que allí cruzaban la mar buscándonos. Este río Ras tiene una corriente fortísima y pasando por muchos peñascos desemboca en la costa de Francia, en la altura de cuarenta y ocho grados y diez minutos; por cuya razón es muy peligroso pasaje, no estando todos descubiertos los escollos o peñascos.
Pasado el Ras tuvimos el viento muy favorable hasta el cabo de Finisterre, donde nos sobrevino una grandísima borrasca que nos separó de las otras naves; duró ocho días este mal tiempo, en el cual era grande lástima ver de la manera como echaba la mar de una parte a otra a los pasajeros; de tal suerte era, que los marineros se veían obligados a pasar por encima de ellos para asistir a los que le tocaba. Corrida esta borrasca nos hizo un tiempo muy favorable hasta que llegamos a la línea llamada el trópico de Cáncer; este es un cerco imaginario que los astrólogos han inventado, el cual es como una limitación del sol hacia el norte y está en la altura de veinte y tres grados y treinta minutos, debajo de la línea. Tuvimos en aquella parte un muy próspero tiempo, de que nos alegramos infinito por tener grande necesidad de agua; de tal suerte, que ya estábamos tasados a dos medios cuartillos de ella cada uno al día.
Cerca de la altura de las Barbados vimos una nave real de ingleses, la cual nos daba caza; mas percibiendo ellos que no nos llevaban ventaja huyeron y nosotros la seguimos tirándola algunas balas de artillería de ocho libras; al fin se nos escapó y volvimos a nuestro curso. Poco después de esto, dimos vista a la isla de la Martinica, pues hacíamos lo posible para llegar a la costa de la isla de San Pedro, siéndonos casi imposible por levantarse allí una borrasca con que determinamos ir a la isla de Guadalupe, que tampoco pudimos conseguir y, así, pusimos la proa para la isla de Tortuga, que era la parte de nuestro destino. Pasamos costeando la isla de Punta Rica que es deliciosísima y agradable, guarnecida de frondosos árboles y florestas hasta las cumbres de los montes; vimos después la isla Española (cuya descripción pondremos más abajo) y fuimos siempre costeándola hasta llegar a la Tortuga, donde ancoramos el día séptimo de julio del mismo año, sin haber perdido en todo el viaje un hombre. Descargamos en ella las mercadurías de la compañía y la nave fue enviada a Cal de Sac para llevar algunos pasajeros.
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