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El castillo de Eppstein, una novela escrita en el más puro estilo gótico que hacía furor en el siglo XIX con sus imprescindibles dosis de secretos familiares, maquiavélicos villanos, doncellas en peligro, amores apasionados y espectros vengadores. Una macabra leyenda pesa sobre la familia Eppstein desde tiempos inmemoriales: todas las mujeres que mueren en el castillo la noche del 24 de diciembre no encuentran el reposo eterno y regresan del más allá para atormentar a sus moradores. Y Albina, la bella esposa del malvado conde Maximiliano, no será una excepción.
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El castillo de Eppstein de Alexandre Dumas
Era un joven alto, rubio y bien parecido, delgado y pálido también. Mostraba, normalmente, un aspecto melancólico, que marcaba un fuerte contraste con accesos de alocada alegría que en ocasiones sufría, como si de una fiebre se tratase, y que se le pasaban de forma súbita, como un ataque. En su presencia, la conversación ya había versado sobre cuestiones semejantes; pero cada vez que le preguntábamos acerca de apariciones, aunque no fuera más que la opinión que tenía sobre el particular, siempre nos había respondido, con una sinceridad de las que no dejan lugar a dudas, que él creía en ellas.
¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella seguridad? Nadie se lo había preguntado nunca. Además, en lo tocante a estas cosas, uno cree en ellas, o no, y no resulta fácil dar con una razón que explique el motivo de tal fe o de tal incredulidad. Por ejemplo, Hoffmann pensaba que sus personajes eran todos reales, y no le cabía ninguna duda de que había visto a maese Floh o de que había trabado conocimiento con Coppelius. Por eso, cuando
ya se
habían contado las más singulares historias de espectros, apariciones y fantasmas, y el conde Élim nos había comentado que creía en ellas, nadie dudó ni por un instante de que así fuese.
De modo que cuando le llegó el turno al propio conde, todos nos volvimos con curiosidad hacia él, decididos a insistirle en caso de que pretendiese excusar su contribución, convencidos como estábamos de que su relato contendría todos los rasgos de realismo que constituyen el atractivo principal de este tipo de narraciones. Pero nuestro cronista no se hizo de rogar y, en cuanto la princesa le recordó su compromiso, hizo una reverencia a modo de respuesta afirmativa, al tiempo que nos pidió disculpas por contarnos un sucedido
que era personal
Ya imaginarán que tal preámbulo sólo sirvió para añadir más interés si cabe al relato que todos esperábamos. Todos guardamos silencio, y el conde dijo así:
«Hará unos tres años, me encontraba de viaje por Alemania, y era portador de unas cartas de recomendación para un rico comerciante de Fráncfort, que poseía una estupenda finca de caza en los alrededores de esa ciudad. Como sabía de mi gusto por este ejercicio, me invitó, no a cazar en su compañía (deporte que detestaba con todas sus fuerzas), sino con su primogénito, cuyas ideas sobre este particular diferían por completo de las de su padre.
En la fecha que habíamos acordado, nos encontramos en una de las puertas de la ciudad, donde nos esperaban caballos y carruajes. Cada uno de nosotros ocupó su lugar en aquellos coches, o montó en la cabalgadura que tenía asignada, y partimos tan contentos.
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