Cecilia de Marsilly

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Título: Cecilia de Marsilly Autor: Alexandre Dumas Género: Romántico

En 1792, los integrantes de la familia de Marsilly, muy cercana al depuesto rey, tienen que emigrar a Inglaterra disfrazados de campesinos. El Barón de Marsilly muere defendiendo a la familia real en las Tullerías, mientras ellos se refugian en la Convención. Cecilia, de sólo cuatro años, su madre, la baronesa de Marsilly, y su abuela, la marquesa de Roche-Berthound, se establecen en una aldea cerca de Londres y ahí pasan diez largos años sufriendo limitaciones y alejadas del mundo, con la esperanza de regresar a Francia algún día. Ya joven, Cecilia recibe una esmerada educación de su madre, lo que, unido a su belleza física, la convierte en una encantadora dama. Tras la muerte de su madre y ya agotados los recursos financieros que proporcionaba la venta de las joyas de la abuela, deciden regresar a su país y probar fortuna en la corte imperial de Bonaparte. Antes de partir, Cecilia conoce al joven Enrique, otro descendiente de empobrecidos inmigrantes, y quedan prendados. En Francia, hacen planes para su boda. Él parte para la isla Guadalupe a hacer fortuna como comerciante; ella se queda en París bordando su vestido de novia. Pero un final inesperado cambia la historia.

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Portada del libro Cecilia de Marsilly

Cecilia de Marsilly de Alexandre Dumas


Sinopsis

La obra de Alexandre Dumas que mencionas, "Cecilia de Marsilly", no existe en realidad. Dumas fue un escritor francés del siglo XIX y es conocido principalmente por sus obras de ficción, como "Los tres mosqueteros" y "La reina Margot".

Parece que hay una confusión con la obra "Cecilia de Marsilly" debido a la similitud de los nombres. Sin embargo, no existe ninguna obra literaria con ese título creada por Dumas o cualquier otro autor.

Espero que esta información sea útil.

Fragmento del libro


Introduccion


Introduccion


E


ra entre la paz de Tilsitt y la conferencia de Erfurth, esto es, cuando se hallaba el esplendor imperial en todo su apogeo.


Una mujer, en traje de mañana, vestida con un largo peinador de muselina de la india, guarnecido de magníficos encajes, al extremo del cual no se divisaba más que la punta de una pequeña zapatilla de terciopelo, y peinada como se estilaba en aquella época, es decir, con el pelo sobre lo alto de la cabeza y la frente rodeada de numerosos bucles castaños, que indicaban, por la regularidad de sus anillos, la obra reciente del peluquero, se hallaba recostada en una larga silla forrada de raso azul, en un lindo gabinete, que era la pieza más retirada de una habitación situada en el piso principal de la calle Taithout, número 11.


Digamos cuatro palabras acerca de la mujer, otras cuatro del gabinete, y luego entraremos en materia.


Aquella mujer, casi a primera vista hubiéramos podido decir aquella muchacha, aunque tenía unos 26 años, no aparentaba arriba de 19; aquella mujer, decimos, además de la elegancia de su estatura, la pulidez de sus pies y la blancura mate de sus manos, estaba dotada de uno de esos semblantes que en todo tiempo han tenido el privilegio de hacer perder el juicio a las cabezas más seguras de sí mismas. Y no era porque fuese precisamente bella, sobre todo, del modo como se entendía la belleza en aquella época en que los cuadros de David habían arrastrado a la Francia entera el gusto por lo griego, tan dichosamente abandonado en los dos reinados precedentes, no; antes al contrario, su belleza peculiar era notable por caprichosos caracteres. Quizá eran sus ojos demasiado grandes, su nariz muy pequeña, sus labios sonrosados con exceso, su cutis demasiado transparente; pero sólo cuando el rostro encantador permanecía impasible, era cuando podían reconocerse aquellos extraños efectos, porque cuando se animaba con una expresión cualquiera la persona, cuyo retrato intentamos bosquejar, tenía el don de plegar su semblante a todas las expresiones posibles, desde la de la virgen más tímida, hasta la de la libertina más desenfrenada; y cuando se animaba, decimos, con una expresión cualquiera de tristeza o de alegría, de compasión o de burla, de amor o de desdén, todas las facciones de aquel lindo rostro se armonizaban de tal suerte, que no podría decirse cuál de ellas se había de modificar, porque, añadiendo regularidad al conjunto, se quitaba expresión a la fisonomía.


Aquella mujer tenía en la mano un rollo de papel, en el que había trazadas líneas de dos letras diferentes. De vez en cuando levantaba la mano con un ademán de fatiga lleno de gracia, ponía el manuscrito a la altura de sus ojos; leía algunas de sus líneas, haciendo una graciosa mueca, y luego, dando un suspiro, dejaba caer de nuevo su mano, que a cada momento parecía dispuesta a abrirse para dejar escapar el mal aventurado rollo de papel, que parecía ser por el momento la causa principal de un fastidio que no trataba siquiera disimular.


Aquella mujer era una de las artistas más a la moda del teatro francés, y aquel rollo era una de las tragedias más soporíferas de la época: designaremos a la una con el nombre de Fernanda, pero nos guardaremos bien de decir el título de la otra.


El gabinete, aunque de refinada elegancia, tenía el sello del mal gusto del tiempo: era una linda piececita cuadrada, vestida de raso azul, cada una de cuyas piezas estaba ajustada entre dos delgadas columnitas de orden corintio, cuyo dorado capitel sostenía un friso de estuco, en el que repintados al estilo de Pompeya una porción de cupidos con arcos y aljabas, y no pocos altares al himeneo y a la fidelidad, ante los que aquellos amores inmolaban víctimas: así se decía en aquella época. Tenía además aquel gabinete cuatro puertas, dos de ellas simuladas por simetría; aquellas cuatro puertas estaban pintadas de blanco, y realzadas en cada hoja con adornos dorados, que se componían del tirso de Baco y de la careta de Talia y Melpómene: hallábase abierta una de aquellas puertas, y dejaba penetrar en el gabinete el vapor húmedo y suave olor de un baño perfumado.



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