El federalista

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Título: El federalista Autor: John Jay Género: Filosofía

Aprobada por la Convención Federal reunida en Filadelfia hace más de doscientos años, la Constitución de los EUA es uno de los escasos documentos que, además de su valor intrínseco para la vida política del país, ha tenido una gran importancia para el pensamiento y la actividad política universales. Este libro es un testimonio claro de la extraordinaria dimensión de la constitución norteamericana y sus lectores se abocan con sagacidad, honestidad y pasión un claro análisis de ella, de sus críticas adversas y de lo que se adujo en su favor.

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Portada del libro El federalista

El federalista de John Jay


Sinopsis

El "Federalist Papers" es un libro escrito por John Jay, Alexander Hamilton y James Madison en el siglo XVIII. En español, su título completo es "El Federalista: Cartas sobre el plan de gobierno de los Estados Unidos".

En este libro, los autores argumentan a favor de la creación de una federación de estados unidos en lugar de una monarquía, y presentan una serie de ideas importantes sobre la estructura y el poder del gobierno de los Estados Unidos.

Fragmento del libro


Después de haber experimentado de modo inequívoco la ineficacia del gobierno federal vigente, sois llamados a deliberar sobre una nueva Constitución para los Estados Unidos de América. No es necesario insistir acerca de la importancia del asunto, ya que de sus resultados dependen nada menos que la existencia de la UNIÓN, la seguridad y el bienestar de las partes que la integran y el destino de un imperio que es en muchos aspectos el más interesante del mundo. Ya se ha dicho con frecuencia que parece haberle sido reservado a este pueblo el decidir, con su conducta y su ejemplo, la importante cuestión relativa a si las sociedades humanas son capaces o no de establecer un buen gobierno, valiéndose de la reflexión y porque opten por él, o si están por siempre destinadas a fundar en el accidente o la fuerza sus constituciones políticas. Si hay algo de verdad en esta observación, nuestra crisis actual debe ser considerada como el momento propicio para decidir el problema. Y cualquier elección errónea de la parte que habremos de desempeñar, merecerá calificarse, conforme a este punto de vista, de calamidad para todo el género humano.


Esta idea añadirá un móvil filantrópico al patriótico, intensificando el cuidado que todos los hombres buenos y prudentes deben experimentar a causa de este acontecimiento. Su resultado será feliz si una juiciosa estimación de nuestros verdaderos intereses dirige nuestra elección, sin que la tuerzan o la confundan consideraciones ajenas al bien público. Sin embargo, esto es algo que debe desearse con ardor, pero no esperarse seriamente. El plan que aguarda nuestras deliberaciones ataca demasiados intereses particulares, demasiadas instituciones locales, para no involucrar en su discusión una variedad de objetos extraños a sus méritos, así como puntos de vista, pasiones y prejuicios poco favorables al descubrimiento de la verdad. Entre los obstáculos más formidables con que tropezará la nueva Constitución, puede distinguirse desde luego el evidente interés que tiene cierta clase de hombres en todo Estado en resistir cualquier cambio que amenace disminuir el poder, los emolumentos o la influencia de los cargos que ejercen con arreglo a las instituciones establecidas, y la dañada ambición de otra clase de hombres, que esperan engrandecerse aprovechando las dificultades de su país o bien se hacen la ilusión de tener mayores perspectivas de elevación personal al subdividirse el imperio en varias confederaciones parciales, que en el caso de que se una bajo un mismo gobierno.


Pero no es mi propósito insistir sobre observaciones de esta naturaleza. Comprendo que sería malicioso achacar indistintamente la oposición de cualquier sector (sólo porque la situación de los hombres que lo componen puede hacerlos sospechosos) a miras ambiciosas. La sinceridad nos obligará a reconocer que inclusive estos hombres pueden estar impulsados por motivos rectos, y es indudable que gran parte de la oposición ya surgida o de la que es posible que surja en lo futuro, tendrá orígenes, si no respetables, inocentes por lo menos -los honrados errores de espíritus descarriados por recelos o temores preconcebidos-. Verdaderamente, son en tan gran número y tan poderosas las causas que obran para dar una orientación falsa al juicio, que en muchas ocasiones vemos hombres sensatos y buenos lo mismo del lado malo que del bueno en cuestiones trascendentales para la sociedad. Si a esta circunstancia se prestara la atención que merece, enseñaría a moderarse a los que se encuentran siempre tan persuadidos de tener la razón en cualquier controversia. Todavía otra causa para ser cautos a este respecto deriva de la reflexión de que no siempre estamos seguros de que los que defienden la verdad obran impulsados por principios más puros que los de sus antagonistas. La ambición, la avaricia, la animosidad personal, el espíritu de partido y muchos otros móviles no más laudables que éstos, pueden influir de igual modo sobre los que apoyan el lado justo de una cuestión y sobre los que se oponen a él. Aun sin estas causas de moderación, nada es tan desacertado como ese espíritu de intolerancia que ha caracterizado en todos los tiempos a los partidos políticos. Porque en política como en religión, resulta igualmente absurdo intentar hacer prosélitos por el fuego y la espada. En una y otra, raramente es posible curar las herejías con persecuciones.



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