Los novios

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Título: Los novios Autor: Alessandro Manzoni Género: Romántico

Los novios (I promessi sposi) es la obra que hizo famoso en el mundo entero a Manzoni, primer autor exponente de la novela italiana moderna. Junto con la Divina Comedia del Dante es considerada la obra de literatura más importante y estudiada en las escuelas italianas. La obra fue escrita originalmente en el italiano de Lombardía y más tarde, luego de aprender para ello la lengua florentina, considerada más culta, reescrita por Manzoni en el italiano de Florencia.La acción comienza en Milán a mediados del siglo XVII, durante la dominación española y con el dramático episodio de la peste cercando a la población. La trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito, y enlaza de forma magistral ficción y hechos reales. Una pareja de prometidos, Renzo y Lucía, que son dos humildes campesinos, tendrán que enfrentarse a Don Rodrigo, el señor del lugar, que, encaprichado con Lucía, tratará de separarlos urdiendo toda clase de maquinaciones criminales contra la pareja. Luego de muchas peripecias y desventuras, triunfarán los enamorados y volverán a reunirse para celebrar su tan ansiado matrimonio. La lucha de los humildes por el más elemental de los derechos, dio lugar a una novela histórica que dibujó a la sociedad de la época con todos los matices y todas las emociones del alma humana, ganando un lugar indiscutible entre los grandes clásicos de la literatura universal.

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Portada del libro Los novios

Los novios de Alessandro Manzoni


Sinopsis

"Los novios" es una novela escrita en italiano y su título en español es "Los novios o El Conde de Montecristo".

La síntesis de la novela es la siguiente:

La historia sigue a Renzo y Lucia, un joven y una joven que se enamoran en Milán, pero su relación es complicada por la familia de Lucia, que no aprueba su relación. Lucia es secuestrada por su tío, quien la obliga a casarse con un hombre más rico. Renzo, con el apoyo de un anciano y un fraile, logra encontrar a Lucia y liberarla de su secuestro. Finalmente, los jóvenes pueden casarse y vivir felices para siempre.

Fragmento del libro


Don Abbondio (el lector lo habrá ya advertido) no había nacido con corazón de león. Pero, desde sus más tiernos años, había debido comprender que la peor condición en aquellos tiempos era la de un animal sin zarpas ni colmillos que, sin embargo, no sintiese la inclinación de ser devorado. La fuerza de la ley no protegía en interés alguno al hombre tranquilo, inofensivo y que no tuviese otros medios de causar miedo a los demás. No es que faltasen leyes y penas contra las violencias privadas. Las leyes, de hecho, diluviaban; los delitos estaban enumerados y detallados con minuciosa prolijidad; las penas eran locamente exorbitantes y, por si no fuese suficiente, aumentables casi para cada caso al arbitrio del propio legislador y del centro ejecutor; los procedimientos, estudiados sólo para liberar al juez de todo lo que pudiese serle impedimento para dictar condena: los pasajes que hemos referido de los bandos contra los hampones son sólo una pequeña muestra, si bien fiel. Con todo, es más, en gran parte por ello, esos bandos repetidos y reforzados de un gobierno a otro no servían más que como testigo ampuloso de la impotencia de sus autores; o, si producían algún efecto inmediato, era principalmente el de añadir muchas vejaciones a las que los débiles y pacíficos sufrían ya de los perturbadores, y el de aumentar las violencias y la astucia de éstos. La impunidad estaba organizada y tenía raíces que los bandos no tocaban, o no podían arrancar. Tales eran los asilos, tales los privilegios de algunas clases, en parte reconocidos por la fuerza de la ley, en parte tolerados con resentido silencio o impugnados con vanas protestas, pero mantenidos, de hecho, y defendidos por aquellas clases con actividad de interés y celo de porfía. Ahora, esta impunidad amenazada e insultada, pero no destruida por los bandos, debía naturalmente, a cada amenaza e insulto, utilizar nuevos esfuerzos e ingenios para conservarse. Así sucedía, en efecto, y al aparecer bandos dirigidos a contener a los violentos, éstos buscaban en su fuerza real los nuevos medios más oportunos para continuar haciendo lo que los bandos venían a prohibir. Aquellos bien podían dificultar cada paso y molestar al hombre bondadoso, carente de fuerza propia y protección; porque, con el fin de tener bajo mano a cualquier hombre, para prevenir o castigar todo delito, sometían cada movimiento privado a la voluntad arbitraria de ejecutores de todo género. Pero quien, antes de cometer el delito, había tomado sus medidas para refugiarse a tiempo en un convento, en un palacio, donde los esbirros no habrían osado nunca poner un pie; quien, sin otras precauciones, llevaba una librea que comprometiese a defenderlo la vanidad y el interés de una familia poderosa, de toda una clase, era libre en sus operaciones y podía reírse de todo aquel alboroto de los bandos. De aquellos mismos que estaban encargados de perseguirlos, algunos pertenecían por nacimiento a la parte privilegiada, algunos dependían de ella por clientela; los unos y los otros, por educación, por interés, por costumbre, por imitación, habían abrazado sus máximas y bien se guardarían de ofenderlas por amor de un pedazo de papel pegado por las esquinas. Los hombres, por otra parte, encargados de la ejecución inmediata, ni aun cuando hubiesen sido emprendedores cual héroes, obedientes cual monjes y dispuestos al sacrificio cual mártires, habrían podido llevarla al cabo, inferiores como eran en número a aquellos que trataban de someter y con la probabilidad frecuente de ser abandonados por quien, en abstracto y, por así decirlo, en teoría, les imponía obrar. Pero, lo que es más, estaban generalmente entre los sujetos más abyectos y ribaldos de su tiempo, e incluso aquellos que podían temerlos tenían su tarea por vil y su apelativo por improperio. Era, por lo tanto, muy natural que ellos, en vez de arriesgarse, de echar la vida en una empresa desesperada, vendiesen su inacción o incluso su connivencia a los poderosos, y se reservasen a ejercer su execrada autoridad y la fuerza que, aun así, tenían, en las ocasiones en que no había peligro; es decir, para oprimir y vejar a los hombres pacíficos y sin defensa.


El hombre que desea ofender, o que teme a cada instante ser ofendido, busca por naturaleza aliados y compañeros. Por lo tanto, se había llevado en aquel tiempo al máximo punto la tendencia de los individuos a mantenerse unidos en clases, a formar otras nuevas y a procurar cada uno el mayor poder de aquélla a la que pertenecía. El clero velaba por mantener y ampliar sus inmunidades; la nobleza, sus privilegios; y los militares, sus exenciones. Los comerciantes, los artesanos, se reunían en gremios y cofradías; los jurisconsultos formaban una liga, los médicos mismos, un cuerpo. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza especial y propia; en cada una el individuo encontraba la ventaja de comprometer para sí, en proporción de su autoridad y su destreza, las fuerzas reunidas de muchos. Los más honestos se valían de esta ventaja sólo en su defensa; los astutos y facinerosos la aprovechaban para llevar a término ribalderías para las que sus medios personales no habrían bastado y para asegurarse la impunidad. Las fuerzas, sin embargo, de estas varias alianzas eran muy dispares y, en el campo principalmente, el noble acaudalado y violento, rodeado de un ejército de hampones y una población de campesinos habituados por tradición familiar e interesados en verse casi como súbditos y soldados del amo, o forzados a ello, ejercía un poder al que difícilmente ninguna otra facción habría podido resistir.



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