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En 1859 un joven periodista granadino, pero ya aclimatado a la agitada vida política de Madrid, se deja llevar por la ola de patriotismo desorbitado que inunda España, y se apresta a marchar como voluntario a la guerra contra Marruecos, a la llamada Guerra de África (a posteriori, será solamente la primera Guerra de África). Se embarcará, tomará parte en las operaciones, asistirá a las batallas de Castillejos y de Guad-el-Jelú, y entrará en Tetuán, donde editará un periódico, El Eco de Tetuán... Se llama Pedro Antonio de Alarcón, y se convertirá en uno de los grandes novelistas del siglo XIX. El resultado de su aventura será la obra que presentamos: un largo reportaje, casi día a día, sobre la guerra, pero no sólo sobre lo que ve, sino sobre cómo la percibe o, mejor, cómo la siente. Aunque no nos encontramos ante un libros de historia, aunque predomina la crónica y lo literario sobre el análisis sereno de los acontecimientos, sin embargo su relato, además de ameno, es de gran utilidad para percibir las mentalidades, los valores dominantes en la sociedad española y occidental. Nos encontraremos con un nacionalismo exacerbado en el que pesa determinantemente lo romántico (por más que las modas culturales estén girando hacia un realismo de mesa camilla, un tanto garbancero); un liberalismo que tiende a arrinconar sus matices más republicanos y extremistas («¿la guerra me ha hecho neocatólico?», se preguntará un poco irónica y retóricamente el autor); un imperialismo idealizado que manifiesta el complejo de superioridad de los europeos de ambos continentes; y su correlato, un racismo todavía no elaborado, con sus ribetes paternalistas y benevolentes, pero que ya reparte patentes y marchamos definitorios a los distintos grupos humanos...
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Diario de un testigo de la Guerra de Africa de Pedro Antonio de Alarcon
Los que nos vamos podemos no volver
! La guerra, la peste, la intemperie, las privaciones: he aquí lo que vamos a encontrar en la inhospitalaria costa moruna. ¡Ni pan, ni techo, ni descanso, ni abrigo! ¡La guerra con todos sus horrores y sin más consuelos que los propios! Natural es, pues, que en estos momentos el alma atribulada recuerde los serenos días de la niñez y los caros sitios donde pasaron sus primeros alborozos. Natural es que todos volvamos una mirada de despedida, unos al hogar paterno, otros al nido conyugal; estos a la inconsolable madre, aquellos a la abandonada esposa; quién a su amor, quién a sus hijos; cuál a las blandas lides del arte o de las letras. Sabedlo, sí, pobres ancianos, débiles mujeres, tiernos niños, que lloráis en esta misma hora por los objetos de vuestro amor, por el sostén de vuestra casa, por el amparo y la gloria de vuestra familia. ¡Sabedlo! En medio de la noble ira que sentimos, nuestro pecho da también lugar y cabida a las más dulces y suaves emociones. ¡Vuestros son los últimos pensamientos del soldado al perder de vista las costas españolas; vuestras son sus últimas despedidas; vuestra la última lágrima de ternura que se seca en su corazón, inflamado por el fuego del patriotismo!
Y ahora, ¡que Dios sea con nosotros! ¡Adiós a todo! ¡Adiós a nosotros mismos! ¡No más idea en la mente, no más grito en los labios que
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