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En la peripecia de Jude Fawley —en el abandono de su mujer, en su renuncia forzosa a seguir estudios universitarios, en la relación ilícita, tortuosa y vagabunda que emprende con su prima Sue—, Thomas Hardy quiso basar «una fábula trágica» con el propósito de «mostrar que, como dice Diderot, la ley civil debería ser sólo el enunciado de una ley natural». Sin embargo, esta personal ilustración del conflicto entre la ley y el instinto fue acogida con tanta saña y escándalo por sus contemporáneos que un obispo hasta llegó a quemarla públicamente. «Tal vez el mundo —dice uno de sus personajes— no esté lo bastante iluminado para comprender una experiencia como la nuestra», y Hardy podría muy bien haberse defendido con sus palabras. Porque «Jude el oscuro» (1895) fue la primera novela que se atrevió a hablar a su época, por extenso y sin tapujos, de sexo, matrimonio y religión, y que quiso que fueran sus personajes quienes expusieran las inquietudes e interrogantes cuyas consecuencias sufrirían en un mundo que sólo les ofrecía, como respuesta, confusión y oscuridad.
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Jude el oscuro de Thomas Hardy
Era una vieja que había salido hasta la entrada del jardín de una casa de techumbre de paja, no lejos de allí. El niño asintió con presteza, subió el agua con lo que representaba un gran esfuerzo para su tamaño, sacó y vació el enorme cubo en los dos que él había traído y, después de pararse un instante a tomar aliento, cargó con ellos y echó a andar por el húmedo césped que rodeaba el pozo, casi en el centro del pueblecito, o más bien aldea, de Marygreen.
Era este pueblo tan vetusto como pequeño, y descansaba en la falda de una altiplanicie ondulada vecina a las estribaciones del norte de Wessex. A pesar de su antigüedad, el pozo era probablemente el único vestigio de la historia local que se conservaba absolutamente intacto. Muchas de las casas de techumbre de paja y sólidas vigas habían sido derribadas de un tiempo a esta parte, y muchos árboles habían besado el suelo. Sobre todo, la antigua iglesia encorvada, con sus torres de madera y su pintoresca cubierta de cuatro vertientes, había sido echada abajo, y venido a parar o bien en montones de piedra para el camino, o bien en tabiques de pocilgas, bancos de jardín, postes de cercados y rocallas en los macizos de flores de la vecindad. En sustitución, cierto devastador de testimonios históricos -que había venido de Londres y se había marchado el mismo día- había erigido un moderno edificio de estilo gótico, extraño a los ojos ingleses, en un nuevo pedazo de terreno. El solar que durante tanto tiempo había ocupado el antiguo templo de las divinidades cristianas ni siquiera se perfilaba sobre el ras de la hierba del prado, que había sido cementerio desde tiempo inmemorial; y sus tumbas olvidadas no tenían otra señal que unas cruces de hierro de dieciocho peniques y cinco años de garantía.
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