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Hacer castellano a Heine, en la palabra, no en la idea, es también el propósito de esta obra. Contiene las mejores producciones, en concepto mío, de aquel gran poeta, o por lo menos, las que me son más simpáticas, las que mejor expresan el entusiasmo de su alma soñadora, atormentada ya, pero no abatida, por las decepciones y las dudas, como lo estuvo después. Pocas supresiones he hecho en el texto del Libro de los Cantares, tal como se publicó la primera vez. Sólo he prescindido por completo de los Sonetos, porque en esta composición la forma es obligada, y encerrar en un soneto castellano cada uno de los diez y siete que hay en el libro, me parece difícilísimo sin notable alteración del texto. Los Ensueños están todos en esta traducción; de los Cantares y Romances he sustituido algunos pocos, que perdían su efecto al ser traducidos, por otros agregados en los Apéndices que publicó después el propio Heine. En el Intermezzo y El Regreso, sus obras capitales, no he querido quitar nada, ni aun aquellas composiciones que suprimió el mismo poeta al publicarlas en francés. Para el efecto artístico de la obra, quizás hubiera convenido hacer estas supresiones; para conocer al autor en todas sus fases, vale más dar el texto completo. También está completo el de las poesías del viaje al Harz.
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Libro de los Cantares de Heinrich Heine
Tuve un sueño -¡extraño sueño!-
aterrador y halagüeño,
pavoroso y dulce al par:
en desecharlo me empeño,
y aún me está haciendo temblar.
Era un jardín: más primores
en ninguno jamás vi;
sin afanes ni temores,
contemplaba yo las flores:
mirábanme ellas a mí.
Las aves, en dulce coro,
cantaban himnos de amor;
rojo sol, de rayos de oro,
daba con triunfal decoro
un matiz a cada flor.
Prestábale su ambrosía
al aire el fresco vergel;
todo brillaba y sonreía,
todo en él resplandecía,
todo enamoraba en él.
En taza de mármol bella
brotaba allí un manantial;
hermosísima doncella
lavaba afanosa en ella
un blanco y luengo cendal.
Llena su mirada amante
de luz estaba y candor;
trenzas de oro su semblante
coronaban, semejante
al de un ángel del Señor.
La contemplaba y crecía
la grata ilusión en mí;
con interior alegría
reconocerla quería,
aun cuando nunca la vi.
Cantaba con voz doliente,
con acento angelical:
«Lava, lava, clara fuente,
lava, límpida corriente,
lava este blanco cendal».
Acerquéme conmovido,
y con ansioso interés,
le dije, casi al oído:
-«Ese lienzo, ángel querido,
¿me dirás para quién es?».
-«Prepara el ánimo fuerte:
lo que estoy lavando yo,
es tu sudario de muerte».
Y cuando habló de esa suerte,
al punto despareció.
Por arte de hechicería
halléme en selva sombría
de arboleda secular;
asombrado, no sabía
ni qué hacer, ni qué pensar.
Escuché lejanos ecos,
como golpes de hacha secos:
rompiendo breñas corrí,
y de la selva en los huecos
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