El pastor de Guadalupe

Fragmento del libro

A veces tardaba Forrest muchas horas en reponerse de un esfuerzo indebido. Ésta parecía ser una de las veces en que, apenas hubiese descansado y quedara libre de la tortura, se vería obligado a despertar nuevamente a los diablos de carne y hueso. Menos mal que tenía que esperar uno de los trenes lentos, en que no se cobraba tarifa extra.

Por fin volvió a recrearse contemplando a las muchedumbres apresuradas. ¿De dónde salía tanta gente? ¿Adónde iba? En verdad, sus caminos parecían los senderos más agradables de la vida, porque eran pocos los que pertenecían a las clases más bajas. Todos bien vestidos, absortos en sus pensamientos o riendo con sus compañeros, con rostro alegre y ansioso por lo, que les esperaba, producían a Forrest la impresión singular y monstruosa de la inconmensurable distancia que los separaba de él, del pasado que había sido su ruina, de la desierta playa, cubierta de cenizas, del porvenir.

Lo había dado todo por ellos, y ellos, pasaban de largo, ciegos por su miseria. Pero, por el momento, se elevó por encima de la amargura y tuvo claridad de visión. Con toda seguridad, algunas de aquellas bellas muchachas tenían un hermano bajo las amapolas en los campos de Francia. Tal vez algunos de aquellos jóvenes habían compartido con él el campo de batalla, pero habían logrado librarse de las desgracias de las que él había sido víctima.

Así pasaron las, horas, no aburridas al final, hasta que el mozo que había transportado sus maletas y le había comprado el billete llegó para ayudarle a tomar el tren.