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El día de su decimonoveno cumpleaños, Rachel Verinder recibe de su difunto tío, el coronel Herncastle, un dudoso héroe de las campañas militares del imperio Británico en la India, un esplendoroso legado: un diamante enorme, valorado en 30.000 libras, cuyo brillo crece o mengua en consonancia con las fases lunares. Lo que no sabe Rachel es que esta joya es producto de un robo sacrílego y que acarrea una maldición. La misma noche en que la recibe tiene ocasión de comprobar que se trata en realidad de un regalo envenenado: el diamante desaparece y siembra la confusión, la desconfianza, la codicia y la muerte en una familia hasta entonces bien avenida. Admirada por T. S. Eliot, Borges o P. D. James, entre tantos otros, La Piedra Lunar (1868) no sólo goza de un lugar de honor en la tradición de la novela detectivesca, sino que es una fantasía más bien cáustica sobre los hechos y consecuencias del colonialismo. En ella tanto el «botín de guerra» como el opio tienen un papel decisivo en el desarrollo de su enrevesada —si bien implacable— trama. Wilkie Collins escribió un clásico —que hoy presentamos en una nueva traducción de Catalina Martínez Muñoz— donde la pasión de la experiencia y el desafío a lo creíble se oponen a los estragos de la mentalidad utilitaria. Ésta no es una novela para personas que tienen «la misma imaginación que una vaca». Los lectores amantes de los misterios y las sensaciones la agradecerán.
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La piedra lunar Alba de Wilkie Collins
Ruego que se comprenda que lo que aquí refiera acerca de mi primo (a menos que por alguna razón surgiera la necesidad de hacerlo público) es exclusivamente para conocimiento de la familia. Nada me ha dicho Herncastle que pueda justificar mi exposición del caso al oficial de mando. Más de una vez ha sido hostigado a causa del diamante por quienes recuerdan su ataque de ira la víspera del asalto, pero, como es fácil suponer, su propio recuerdo de las circunstancias en las que yo lo sorprendí en la armería ha bastado para que él guarde silencio. Se rumorea que tiene intención de trasladarse a otro regimiento, según él mismo ha reconocido, con el propósito de separarse de mí.
Tanto si fuera cierto como si no, no me decido a acusarlo, y creo que por buenas razones. Si hiciera público el asunto, no podría ofrecer otro testimonio que no sea de índole moral. No sólo carezco de pruebas de que matara a los dos vigías apostados en la entrada; ni siquiera puedo declarar que matara al tercero, puesto que no lo vi con mis propios ojos.
Wilkie Collins
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