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Quinto volumen de «En busca del tiempo perdido», en el que el narrador se detiene en el amor convertido en obsesión, en la naturaleza de los celos y del sufrimiento amoroso. Albertina, segundo gran amor del protagonista, es un ser de rostro siempre cambiante, lleno de encanto y seducción, pero fuente inagotable de incógnitas.Albertine y Marcel se han instalado en París. Viven en un piso con su fiel criada Francisca y otros miembros de la servidumbre de los que solo conocemos al chofer y el portero de la finca, Jupien, personajes secundarios envueltos en una trama difícil de clarificar porque realmente en la novela no hay un hilo narrativo claro, todo pasa en la mente del escritor, sus recuerdos, comentarios y disquisiciones y sobre todo la preocupación máxima sobre Albertine a la que dice que ya no ama, pero que no puede vivir sin ella, y lo que mas le ata a ella son los celos y las sospechas, reales o ficticias de su lesbianismo y que le engaña con otras mujeres, ya sea Lea la actriz, Andrea la amiga, la señorita de Vinteuil.
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La prisionera de Marcel Proust
Esta era mi respuesta; en medio de las efusiones carnales, se reconocerán otras propias de mi madre y de mi abuela. Pues, poco a poco, yo me iba pareciendo a toda mi familia, a mi padre, que -claro que de manera diferente que yo, pues si las cosas se repiten, lo hacen con grandes variaciones- tanto se interesaba por el tiempo que hacía; y no solo a mi padre, sino cada vez más a mi tía Leontina. A no ser así, Albertina no hubiera podido ser para mí más que un motivo para salir, para no dejarla sola, sin mi control. Mi tía Leontina, tan mojigata y con la que yo hubiera jurado que no tenía ni un solo punto común, tan apasionado yo por los placeres, al revés, en apariencia, de aquella maniática que nunca había conocido ninguno y se pasaba todo el día rezando el rosario, tan contrariado yo por no poder realizar una vida literaria, mientras que ella había sido la única persona de la familia que no había podido comprender que leer era otra cosa que pasar el tiempo y «divertirse», lo que, hasta en las pascuas, hacía la lectura permitida en domingo, día en que está prohibida toda ocupación seria, con el fin de que sea únicamente santificado por la oración. Ahora bien, aunque cada día yo encontrase la causa en un malestar especial, lo que tantas veces me hacía quedarme en la cama era un ser, no Albertina, no un ser que yo amaba, sino un ser más poderoso sobre mí que un ser amado: era, transmigrada en mí, despótica hasta el punto de acallar a veces mis sospechas celosas, o al menos de impedirme ir a comprobar si eran fundadas o no, mi tía Leontina. ¿No bastaba que me pareciese con exageración a mi padre hasta el punto de no limitarme a consultar como él el barómetro, sino siendo yo mismo un barómetro vivo; que me dejase mandar por mi tía Leontina para seguir observando el tiempo, pero desde mi cuarto o hasta desde mi cama? Resulta que ahora yo hablaba a Albertina tan pronto como el niño que fui en Combray hablaba a mi madre, tan pronto como mi abuela me hablaba a mí.
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