Adolphe

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Título: Adolphe Autor: Benjamin Constant Género: Romántico

«El amor crea un pasado como por encantamiento y nos rodea de él. Nos da, por así decirlo, la conciencia de haber vivido durante años con un ser que no hace mucho nos resultaba casi extraño. El amor es sólo un punto luminoso, y sin embargo parece apoderarse del tiempo. Hace unos días no existía, pronto dejará de existir; pero mientras existe expande su luz tanto sobre la época que lo ha precedido como sobre la que debe seguirlo».

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Portada del libro Adolphe

Adolphe de Benjamin Constant


Sinopsis

Adolphe, obra de Benjamin Constant, es una novela escrita en francés y su título en español es "Adolphe, o el vicio de la ambición".

La novela, publicada en 1819, es una reflexión sobre la naturaleza humana y la ambición, y sigue la historia de un joven llamado Adolphe, quien lucha por encontrar su lugar en la sociedad y por alcanzar la felicidad.

Si tienes alguna otra pregunta sobre esta obra o sobre Benjamin Constant, no dudes en preguntar.

Fragmento del libro


Fui acogido en esta corte con la curiosidad que naturalmente inspira cualquier extranjero que venga a romper el círculo de la monotonía y la etiqueta. Durante algunos meses no percibí nada que pudiera cautivar mi atención. Me sentía agradecido por la cortesía que se me demostraba; pero a veces la timidez me impedía sacarle provecho, y a veces la fatiga que me causaba una agitación sin objeto me llevaba a preferir la soledad a los placeres insípidos que se me invitaba a compartir. No sentía odio hacia nadie, pero pocas personas me inspiraban interés; cuando los hombres se sienten heridos por la indiferencia, la atribuyen a la malevolencia o a la afectación; no quieren creer que sea natural que alguien se aburra con ellos. Algunas veces intentaba limitar mi aburrimiento; me refugiaba en una profunda taciturnidad: los demás tomaban esta taciturnidad por desdén. Otras veces, cansado de mi propio silencio, me permitía ciertas bromas, y mi espíritu, una vez iniciado el movimiento, me arrastraba fuera de toda medida. En un día revelaba todas las ridiculeces que había observado durante un mes. Los que recibían mis repentinas e involuntarias efusiones no me las agradecían, y con razón: porque lo que se apoderaba de mí era la necesidad de hablar y no la confianza. Había contraído, en mis conversaciones con la mujer que había desarrollado mis ideas en primer lugar, una aversión insuperable hacia todos los lugares comunes y las fórmulas dogmáticas. De este modo, cuando oía a la mediocridad disertar con complacencia sobre principios del todo establecidos, del todo incontestables respecto a la moral, a las conveniencias o a la religión, cosas que no le cuesta mucho poner al mismo nivel, me sentía empujado a contradecirla: no porque hubiera adoptado opiniones contrarias, sino porque me impacientaba una convicción muy firme y pesada. No sé qué instinto me advertía, por otra parte, que desconfiara de unos axiomas generales tan exentos de cualquier restricción, tan desprovistos de cualquier matiz. Los tontos hacen de su moral una masa compacta e indivisible, de modo que se mezcle lo menos posible con sus acciones y los deje libres en cuanto a los detalles.


Obtuve pronto, gracias a esta conducta, una gran reputación de ligereza, de ignominia, de maldad. Mis amargas palabras fueron consideradas pruebas de un alma odiosa; mis bromas, atentados contra todo lo que pudiera haber de respetable. Aquellos de los que había cometido el error de burlarme hallaban cómodo hacer causa común con los principios que me acusaban de haber puesto en duda: puesto que, sin quererlo, había hecho que se rieran unos de otros, se reunieron todos contra mí. Se habría dicho que, al señalar sus ridiculeces, traicionaba una confianza que habían depositado en mí; se habría dicho que, al mostrarse a mis ojos tal como eran, habían obtenido de mi parte la promesa del silencio: yo no tenía en absoluto conciencia de haber aceptado un trato tan oneroso. Habían hallado placer en dejarse ir: yo lo hallaba en observarlos y describirlos; y lo que ellos llamaban perfidia me parecía una compensación del todo inocente y perfectamente legítima.


No intento en absoluto justificarme: renuncié hace ya mucho a esa frívola y fácil costumbre, propia de los espíritus sin experiencia; sólo quiero decir, y más para los otros que para mí mismo, puesto que estoy apartado del mundo, que se necesita tiempo para acostumbrarse a la especie humana tal como la han hecho el interés, la afectación, la vanidad y el miedo. El asombro de la primera juventud, ante una sociedad tan facticia y compleja, es más el anuncio de un corazón natural que el de un espíritu malévolo. Esa sociedad, por otra parte, no debe temer nada de él. Pesa de tal modo sobre nosotros, su sorda influencia es hasta tal punto poderosa, que no tarda en darnos forma de acuerdo con el molde universal. Lo único que nos asombra entonces es nuestro propio asombro, y nos encontramos a gusto en nuestra nueva forma, de igual modo que acabamos por respirar con comodidad en un espectáculo lleno de gente, mientras que al entrar nos costaba un gran esfuerzo hacerlo.


Si algunos escapan a este destino general, encierran en sí mismos su secreto desacuerdo; perciben en la mayor parte de los ridículos el germen de los vicios: no bromean sobre ellos, porque el desprecio reemplaza a la burla, y el desprecio es silencioso.


Así pues, se estableció, entre el pequeño público que me rodeaba, una vaga inquietud acerca de mi carácter. No podían mencionar ninguna acción condenable; ni siquiera podían dejar de atribuirme algunas que parecían anunciar generosidad o entrega; pero decían que era un inmoral, alguien poco de fiar: dos calificativos inventados con gran fortuna para insinuar los hechos que se ignoran y dejar adivinar lo que no se sabe.



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