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Que nadie pregunte por las cartas de Louise Colet a Gustave Flaubert: la piadosa mano de Caroline Franklin-Grout, preocupada por mantener limpia la memoria de su ilustre tío, destruyó aquellas misivas, harto indecentes a su juicio.Pero es inútil lamentarse al respecto. Las cartas de Louise a su amante difícilmente podrían contener nada muy nuevo, nada que no sepamos o podamos adivinar gracias a las cartas del propio Flaubert entre agosto de 1846 y marzo de 1855. En efecto, éstas no constituyen la mitad de un todo truncado para siempre, la mitad del medallón que encaja en su otra mitad, las réplicas de un diálogo perdido. Son una totalidad, un monólogo completo y redondo –salvo en aspectos nimios que sólo podrían atraer a un mirón–, un retrato personal e íntimo del joven Flaubert y de la poetisa madura. Poco importa que dichos retratos sean exactos o que estén falseados, sobre todo en las primeras cartas, por la pasión amorosa. Tal fuego, en todo caso, no duraría. Los entusiasmos iniciales de los primeros meses, ocasionalmente enfriados por riñas epistolares (sobre todo epistolares, pues las ocasiones de verse eran escasas), cederán pronto ante la serenidad de sentimientos más tibios, y darán paso, antes de la ruptura final, a lo que da todo su valor a estas cartas para el lector no exclusivamente interesado por la vida sexual de los famosos: las reflexiones de Flaubert sobre la vida y sobre el pasado; consejos (desaprovechados) sobre lecturas, y sobre el arte de escribir; varias fobias, y ardientes filias; juicios apasionados sobre la amistad y el arte, sobre la sociedad y sobre la creación literaria; larguísimas, detalladas anotaciones y correcciones de textos de Louise, que revelan la paciencia y el gusto artístico de Flaubert y, en definitiva, la lealtad a su amiga. Ni siquiera las correcciones de Gustave lograron que los versos de «la Musa» sean legibles hoy. La poetisa profesional ha muerto para la historia literaria, pero la amante de Flaubert vive en las cartas, lo que no deja de ser un consuelo, y algo que debemos agradecerle
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Cartas a Louise Colet de Gustave Flaubert
Louise descarga su bilis. «Cuando me encontré en mi gabinete», escribe, «tomando mi pluma para escribir a Léonce, su hermosa y querida imagen, aumentada por la soledad en la que vivía, desplazó en seguida, con su mirada tranquila, la imagen agitada de Albert. El no tenía esas inquietudes y esos arrebatos infantiles. El amor lo iluminaba sin quemarle: era la lámpara de su trabajo nocturno, la recompensa de su tarea cumplida. ¡Oh, pensaba yo, he ahí el verdadero amor, fuerte, radiante, seguro de sí mismo y persistente sin alteración, aunque separado del ser amado! Así es como, en el exceso de mi amor, yo blasfemaba contra el amor mismo, el amor exigente, fantástico, ansioso, arrebatado, como lo había sentido Albert en su juventud, y cuyo eco despertaba en él. ¿Acaso el verdadero amor puede ser tranquilo, resignado, carente de deseo? ¿Impetuoso solamente en ciertos días del año y relegado el resto del tiempo a una casilla del cerebro? ¡Oh, pobre Albert, en tu aparente locura, tú eras quien amaba, a ti te inspiraba la vida! ¡El otro, allá, lejos de mí, con su orgullo laborioso y su eterno análisis de sí mismo, no amaba! ¡El amor no era para él más que una disertación, letra muerta!»
Cuando muere Louise, en marzo de 1876, la emoción de Gustave se manifiesta en una carta a la señora Roger des Genettes: «¡Un final más! ¿Recuerda usted el pisito de la calle de Sevres? ¡Qué miseria la nuestra!».
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