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El castillo de Eppstein (Le château d´Eppstein) es una novela gótica del escritor francés Alejandro Dumas, publicada en 1843. Esta historia es la primera incursión de Alejandro Dumas en la novela gótica, y posee todos los ingredientes y convenciones del género. La trama se desarrolla en 1789, en el terrorífico castillo de Eppstein, ubicado en las montañas Taunus, al norte de Frankfurt, Alemania. Allí se nos presentan los conflictos de la antigua y aristocrática familia Eppstein. Albina, una integrante del clan, es asesinada por su amante, quien duda sobre la paternidad de su hijo. El fantasma de Albina continúa rondando por el castillo, reuniéndose con su pequeño y entrando en una extraña comunión mística con los bosques circundantes. Finalmente, el espectro tiene un encuentro directo con el asesino y sus aberrantes circunstancias. En cuanto a la narrativa, El castillo de Eppstein se destaca por un pasaje genial, donde Maximilian descubre con horror los huesos de la mano de Albina. Detalle típico de las historias góticas, pero que Alejandro Dumas logra encarar de un modo completamente novedoso.
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El castillo de Eppstein de Alejandro Dumas
El título completo del libro de Alejandro Dumas que se llama "El castillo de Eppstein" en español es "El castillo de Eppstein o el Caballero de Mons".
Este libro es una novela corta publicada en 1844 y es considerada una de las obras más importantes de Dumas, conocido por sus obras de aventuras y de historia. La trama gira en torno a un joven caballero llamado Henri de Mons, quien es invitado a visitar el castillo de Eppstein, propiedad de un ricohombre llamado Conrad de Saxe. Allí, Henri se encuentra con una serie de misterios y aventuras que lo llevarán a descubrir secretos y conspiraciones que involucran a la corte del rey de Francia.
Era un joven alto, rubio y bien parecido, delgado y pálido también. Mostraba, normalmente, un aspecto melancólico, que marcaba un fuerte contraste con accesos de alocada alegría que en ocasiones sufría, como si de una fiebre se tratase, y que se le pasaban de forma súbita, como un ataque. En su presencia, la conversación ya había versado sobre cuestiones semejantes; pero cada vez que le preguntábamos acerca de apariciones, aunque no fuera más que la opinión que tenía sobre el particular, siempre nos había respondido, con una sinceridad de las que no dejan lugar a dudas, que él creía en ellas.
¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella seguridad? Nadie se lo había preguntado nunca. Además, en lo tocante a estas cosas, uno cree en ellas, o no, y no resulta fácil dar con una razón que explique el motivo de tal fe o de tal incredulidad. Por ejemplo, Hoffmann pensaba que sus personajes eran todos reales, y no le cabía ninguna duda de que había visto a maese Floh o de que había trabado conocimiento con Coppelius. Por eso, cuando ya se habían contado las más singulares historias de espectros, apariciones y fantasmas, y el conde Élim nos había comentado que creía en ellas, nadie dudó ni por un instante de que así fuese.
De modo que cuando le llegó el turno al propio conde, todos nos volvimos con curiosidad hacia él, decididos a insistirle en caso de que pretendiese excusar su contribución, convencidos como estábamos de que su relato contendría todos los rasgos de realismo que constituyen el atractivo principal de este tipo de narraciones. Pero nuestro cronista no se hizo de rogar y, en cuanto la princesa le recordó su compromiso, hizo una reverencia a modo de respuesta afirmativa, al tiempo que nos pidió disculpas por contarnos un sucedido que era personal.
Ya imaginarán que tal preámbulo sólo sirvió para añadir más interés si cabe al relato que todos esperábamos. Todos guardamos silencio, y el conde dijo así:
«Hará unos tres años, me encontraba de viaje por Alemania, y era portador de unas cartas de recomendación para un rico comerciante de Francfort, que poseía una estupenda finca de caza en los alrededores de esa ciudad. Como sabía de mi gusto por este ejercicio, me invitó, no a cazar en su compañía (deporte que detestaba con todas sus fuerzas), sino con su primogénito, cuyas ideas sobre este particular diferían por completo de las de su padre.
En la fecha que habíamos acordado, nos encontramos en una de las puertas de la ciudad, donde nos esperaban caballos y carruajes. Cada uno de nosotros ocupó su lugar en aquellos coches, o montó en la cabalgadura que tenía asignada, y partimos tan contentos.
Al cabo de hora y media de marcha, llegamos a las posesiones de nuestro anfitrión, donde nos aguardaba un espléndido almuerzo. Me vi, pues, obligado a reconocer que, aunque no fuera cazador, nuestro comerciante sabía muy bien cómo hacer los honores cinegéticos a sus invitados.
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