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Cuando Napoleón invade Alemania, la baronesa de C. y sus hijos se ven obligados a huir. Así pasan todo un invierno, pero, cuando la invasión empieza a ser repelida, pueden refugiarse en una finca de su propiedad a orillas del Rin. Allí reciben a algunos huéspedes, pero los ánimos están caldeados: algunos son partidarios de las ideas revolucionarias que encarna Napoleón, otros defienden a ultranza el antiguo régimen. La baronesa, temerosa de que se pierda la sociabilidad, para ella una cualidad indispensable de la civilización, prohíbe las conversaciones espinosas y así se plantea la oportunidad de contar historias. Éste es un libro delicioso sobre el arte y la función de la narración, capaz de combinar penetración y ligereza, y de desvelar, bajo la superficie del juego, cada una de sus serias reglas.
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Conversaciones de emigrados alemanes de Goethe
No poco se alegró el rey de ver la sombra del monstruo en una útil dirección; no poco se sorprendió la reina que, cuando adornada de la máxima magnificencia bajó del altar junto con sus doncellas, divisó la rara estatua que casi cubría la vista que desde el templo se tenía en dirección al puente.
Entretanto el pueblo se había apiñado en torno al gigante, pues éste estaba quieto, lo había rodeado y contemplado con asombro su metamorfosis. Desde allí se dirigió la muchedumbre hacia el templo, cuya existencia sólo entonces pareció haber percibido, y atropelladamente se encaminó hacia la puerta.
En este momento se cernía el azor con el espejo, muy arriba, sobre la catedral, captó la luz del sol y la proyectó sobre el grupo que estaba sobre el altar. El rey, la reina y sus acompañantes aparecieron, en medio de la penumbra de la bóveda del templo, iluminados por un resplandor celestial, y el pueblo cayó de bruces. Cuando la muchedumbre se recuperó y se puso en pie, el rey y los suyos habían descendido del altar a fin de dirigirse, a través de ocultos salones, a su palacio, y el pueblo se dispersó por el templo para satisfacer su curiosidad. Contempló con asombro y respeto los tres reyes que estaban de pie; y sintió tanto más ansiedad por saber qué podría ser lo que se ocultaba, con forma de terrón, bajo el tapiz, en el cuarto nicho. Pues, fuera quien fuere, una benévola modestia había extendido un magnífico manto sobre el rey postrado, manto que ningún ojo puede atravesar y que ninguna mano se atreve a levantar.
El pueblo habría contemplado y admirado interminablemente, y la curiosa muchedumbre hasta se habría aplastado a sí misma en el templo, si su atención no se hubiera desviado de nuevo hacia la gran plaza.
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