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Villiers en París queríajugar con el concepto de la crueldad, de igual manera que Baudelaire jugaba conel mal y con el pecado. Ahora, desventuradamente, nos conocemos demasiado parajugar con ellos. Contes cruels es ahora untítulo ingenuo; no lo fue cuando Villiers de l’Isle-Adam, entre grandilocuentey conmovido, lo propuso a los cenáculos de París. Este casi indigente granseñor, que se sentía el protagonista enlutado de imaginarios duelos y deimaginarias ficciones, ha impuesto su imagen en la historia de la literatura deFrancia. Jorge Luis Borges
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El convidado de las ultimas fiestas de Auguste Villiers de LIsleAdam
De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta, hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.
La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, huir en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda lo noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento le reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.
Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retomando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos en lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.
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