Terror en Fontenay

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Título: Terror en Fontenay Autor: Alejandro Dumas Género: Terror

Como el terror. Una parte no desdeñable de la producción de Dumas está llena de espectros... los espectros de su propia realidad social, los aparecidos que atormentaban en su época. Una galería importante de ellos se halla reunida en este libro: la cabeza guillotinada que sigue sintiendo, viviendo y sufriendo después de separada del cuerpo, el ajusticiado que regresa de la tumba para cobrar tributo de su ajusticiador, la venganza de la realeza tras la profanación de las tumbas reales en el reinado del terror, el ajusticiado que reconquista la gracia de Dios tras su lucha contra el demonio, el vampirismo y la posesión, encamados en el desolado paisaje de los Cárpatos... En total, siete relatos magistrales de terror, unidos entre sí por una jornada de caza de la que es protagonista el propio escritor, y en los que Alejandro Dumas se nos muestra, como en sus más célebres novelas, un consumado maestro de la narrativa.

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Portada del libro Terror en Fontenay

Terror en Fontenay de Alejandro Dumas


Sinopsis

"Terror en Fontenay" es una novela escrita por Alejandro Dumas, y su título en español es "El Corsario Negro".

La trama de la novela se desarrolla en el siglo XVIII y sigue la historia de un joven llamado Jean Lafitte, quien se une a un grupo de piratas en el Caribe y se convierte en el líder de un grupo de corsarios que luchan contra los británicos en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.

La novela es conocida por su ritmo rápido y emocionante, y por la forma en que Dumas combina elementos de aventura, romance y historia real en su narrativa. Es una obra muy popular y apreciada en la literatura francesa, y ha sido adaptada varias veces a la pantalla en diferentes países.

Fragmento del libro


CALLE DE DIANA, EN FONTENAY-AUX-ROSES


A


lgunas


de las aventuras más misteriosas e improbables jamás ocurridas suelen tener su inicio en las más prosaicas circunstancias de las ocupaciones cotidianas. Así ocurrió con lo que vamos a referir.


Hacia finales de agosto de 1831, recibí la invitación de un viejo amigo (un importante funcionario gubernativo adscrito a la administración de las Propiedades de la Corona) para pasar unos días con él y su hijo en Fontenay-aux-Roses, en la apertura del año cinegético.


Por aquellos días yo era un empedernido deportista, y la elección del lugar donde disparar el primer tiro de la estación era realmente un hecho de considerable importancia. Anteriormente me había acostumbrado a hacerlo con el viejo agricultor Mocquet, arrendatario y amigo de mi hermanastro, cuya confortable residencia se hallaba cerca del delicioso pueblecito de Monrieval, a sólo cinco kilómetros de distancia de las espléndidas ruinas del castillo de Pierrefond. Fue en aquellas tierras donde por primera vez intenté dominar una pistola, y fue en aquellas tierras donde disparé mi primer tiro de apertura.


Aquel año, sin embargo, me mostré infiel al viejo Mocquet, aceptando sin demasiado esfuerzo la insistente invitación de mi acomodado amigo. El hecho es que mi imaginación se vio prendada por un paisaje que me envió su hijo, un ilustre joven artista. En aquel cuadro, los campos en torno a Fontenay parecían llenos de liebres, y los matorrales de perdices. ¿Había algo más atrayente para un hombre dedicado a su arma de fuego?


Pero quizá debería aclarar que no poseía el menor conocimiento directo de aquel distrito en cuestión. Nadie puede ganarme en cuanto se refiere a la abismal ignorancia que poseo de las regiones que rodean París; cada vez que abandono la ciudad es para realizar viajes largos, al menos de mil quinientos kilómetros. Lo cual explica por qué una de mis raras visitas a una zona de atractivo local tenía para mí tanto interés, hasta el punto de fascinarme de un modo increíble.


Habiendo aceptado la invitación, partí hacia Fontenay a las seis de la tarde del día treinta y uno, manteniendo como siempre la nariz asomada por la ventanilla del carruaje. Atravesamos rápidamente la Barrière de l'Enfer y, dejando a nuestra izquierda la Rue de la Tombe-Issoire, tomamos la carretera de Orleans a ritmo sostenido.


El campo, más bien llano entre los pueblos de Lesser y Montrouge le Grand, presenta, quizá a causa de la desolación natural, un aspecto siniestro e inquietante. La atmósfera viene acentuada por las siluetas, punteadas aquí y allá, de una serie de estructuras curiosamente esqueléticas y primitivas, con forma de grúa, utilizadas para levantar los bloques de piedra, una vez escuadrados y tallados, a lo largo de las pendientes de las canteras diseminadas por la zona. No es demasiado decir que, a primera vista, aquellas enormes máquinas podían ser tomadas por diabólicos instrumentos de tortura, procedentes directamente de los abismos del infierno.


Hacia el anochecer, puesto que el crepúsculo estaba deslizándose lentamente hacia la oscuridad mientras atravesábamos aquel valle abierto, el paisaje, gracias al increíble número de aquellas barrenas en acción, que se destacaban nítidamente contra el rojo llameante del cielo occidental, asumió el más extraño de los aspectos. Se parecía con una insólita fidelidad a uno de aquellos cuadros de horror de Goya, donde, sobre el deprimente esplendor de un neblinoso atardecer, las figuras embozadas en sombra de los cazadores de cadáveres se acercan furtivamente a un patíbulo.


Las personas que habitan por estos lugares, y que trabajan en las galerías subterráneas, tienen una personalidad y una fisonomía muy particular. Los trabajadores, expresan una complementaria oscuridad de carácter. Los «incidentes» se producen muy a menudo: un pilar que cede, una excavación que se derrumba, un hombre que muere sepultado. Al nivel del suelo estas cosas son definidas como incidentes; pero diez metros más abajo todos saben que se trata de crímenes premeditados...


No es gente que valga la pena conocer. A plena luz del día, sus ojos parpadean lamentablemente, casi ambiguamente, y sus voces son desagradablemente roncas. En lo que se refiere a sus rostros, puede decirse que conocen el filo de la navaja tan sólo los domingos.


Y sus ropas no desentonan del cuadro general.


En períodos de agitación social, estos hombres raramente evitan dejar sentir su presencia. Por ejemplo, cuando los habitantes de la Barrière de l'Enfer exclaman: «¡Mirad, están llegando los mineros de Montrouge!», entonces los honestos habitantes de todas las calles circundantes agitan la cabeza, y cierran con decisión sus puertas.


Este es el tipo de cosas que observé durante aquella hora particular del crepúsculo que separa el día de las tinieblas. Luego, cuando cayó la noche, me recosté relajadamente en mi asiento, extrañamente satisfecho, convencido de que ninguno de mis compañeros de viaje había visto aquello que yo había visto. Así ocurre con todas las cosas: muchos miran, pero muy pocos ven realmente...


Llegamos a Fontenay casi a las ocho y media. Nos aguardaba una cena excelente, seguida de un agradable paseo por el jardín. Si Sorrento es una selva de naranjos, Fontenay es un soberbio ramillete de rosas. Cada casa tiene sus rosales trepadores que escalan las paredes, y cuando las ramas han alcanzado una cierta altura se extienden en un enorme abanico. El aire está impregnado de la penetrante fragancia; y cuando se levanta la brisa, provoca una lluvia de pétalos de rosa: blancos, rosados, amarillos y dorados, como si el pueblo estuviese celebrando alguna festividad alegre e inolvidable.


Desde el extremo inferior del jardín hubiéramos gozado de una vista amplia e impresionante, si hubiese sido de día. De todos modos, las luces parpadeantes y variadas de Sceaux, Bagneux, Châtillon y Montrouge, resplandeciendo en lontananza, daban una atmósfera deliciosamente romántica a la apacible y tibia noche. Al fondo, mucho más lejos, se extendía una estrecha franja de luminiscencia rosada, y parecía oírse, débil y sofocado, un retumbar continuo, como la respiración de algún absurdo Leviatán. Era la pulsación del enorme y oculto corazón de París...


El cielo moteado de estrellas era tan maravilloso, la rara fragancia de la brisa tan relajante, que pienso que cualquiera se hubiera sentido feliz dejando transcurrir la noche sin acostarse. Pero nuestro anfitrión se comportó juiciosamente y nos llevó casi a la fuerza a la cama, como niños desobedientes.


A las cinco en punto de la mañana siguiente nos pusimos en marcha con nuestras armas, guiados por el hijo de nuestro anfitrión. Desde el momento mismo de nuestra llegada no dejó de asegurarnos que íbamos a sentirnos plenamente satisfechos de la caza, e incluso mientras caminábamos seguía exaltando la riqueza cinegética de sus posesiones... con una fuerza tal de convicción que su genio descriptivo hubiera merecido mejores aplicaciones.


A mediodía vimos un conejo y un par de perdices. El cazador que estaba a mi derecha falló el conejo, otro a mi izquierda alcanzó una perdiz, y yo derribé otras dos. ¡A la misma hora, en el viejo puesto de Mocquet, ya habría llevado a casa tres o cuatro liebres, y como mínimo una quincena de perdices!


No hay nada que me guste más que disparar, pero detesto vagar inútilmente, sobre todo por campo abierto. De modo que, simulando querer explorar un campo que había a lo lejos a mi izquierda, en el cual tenía la certeza de que no iba a encontrar absolutamente nada, abandoné la compañía y me alejé.


Lo que en realidad me había atraído hacia aquel campo era su forma. Era mucho más ancho que largo, y era curvado, de modo que su extremo más alejado se hallaba completamente fuera de la vista; y, casi en su centro, se estrechaba en un angosto valle en miniatura que desaparecía en la curva.


La misma, obviamente, me ocultaría a los ojos de los demás cazadores, facilitándome una rápida huida. Y mi sospecha de que me conduciría más o menos directamente al camino principal se reveló exacta; de modo que, cuando la campana de la pequeña iglesia del pueblo estaba dando la una, llegaba al camino más cercano al núcleo urbano. El camino que tomé bordeaba un muro que cerraba una soberbia residencia. De pronto, justo cuando llegaba al cruce en donde la Rue de Diane confluye con la Grande Rue, vi a un hombre que viniendo en dirección de la iglesia se precipitaba hacia mí. La expresión de su rostro, de hecho toda su actitud, era tan salvaje, trastornada y perturbada que me detuve y, sin darme cuenta, mientras permanecía inmóvil, empuñé la pistola en un acto instintivo de autoconservación.



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