Instrucciones a los sirvientes

Fragmento del libro

En Dublín, en 1915, cuando sus amigos de Londres habían caído en desgracia y su vida personal se había complicado demasiado, no veía a nadie más. «Vivo en un rincón de una enorme casa sin amueblar; mi familia se compone de un administrador, un mozo de cuadra, un ayudante de establo, un lacayo y una vieja doncella, que trabajan a cambio de alojamiento». Su nueva cocinera, a la que llamaba «cariño», era, según escribió, «tan vieja y fea» como su predecesora, «pues las señoras que conozco no me permitirían tener una con un rostro tolerable, aunque lo pidiera con toda gravedad». En 1733, cuando Saunders, uno de sus sirvientes, murió, Swift escribió: «Era uno de mis mejores amigos, amén del mejor sirviente del reino». Le erigió un monumento en St. Patrick. Por otro lado, Patrick, otro sirviente, que hace varios cameos en las cartas de Swift a Stella, se emborrachaba tres veces por semana y, una vez en que desapareció con la llave y volvió bebido, Swift no tuvo más remedio que darle «dos o tres fortísimos tirones de orejas, y me he lastimado el dedo pulgar de la mano izquierda al tirarle».

En medio de su feroz indignación, de sus esfuerzos por obtener el apoyo de los poderosos, de sus quejas y sus rezos con los sirvientes, Swift resultaba hilarante y desternillante. En él se aunaban una gran afición de colegial por los chistes sobre cuartos de baño y asuntos de higiene con el gozo de las payasadas y con el placer, que le granjeó enemigos y muchos amigos, de llevar la broma demasiado lejos, de modo que la risa no sólo causaba lágrimas, sino también una continua irreverencia hacia los mayores y los superiores. El doctor Johnson creía que los muchos detalles de

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