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Aunque William Wilkie Collins (Londres 1824-1889) no publicó su primera novela, «Antonina or the Fall of Rome», hasta 1850, llevaba años escribiendo y poniendo a punto su estilo literario. A esa época de juventud pertenece «Ioláni, o Tahití tal como era», la primera novela escrita por Wilkie Collins, cuyo manuscrito, tras innumerables subastas y peripecias, acaba de ver la luz este año, siglo y medio después de haber sido escrita. Wilkie Collins había crecido leyendo las novelas de Ann Radcliffe, gusto que compartía con su madre, y disfrutaba recitando en familia los párrafos más escabrosos de libros como «El Monje» o «Frankenstein», de modo que a los veinte años, cuando escribió «Ioláni», su imaginación se hallaba imbuida de literatura gótica, tan popular en aquel tiempo.El autor de inolvidables novelas como «La dama de blanco» o «La piedra lunar» definió su primera obra, «Ioláni», como “una mezcla de romance gótico y aventuras en los mares del Sur, a medio camino entre Radcliffe y Stevenson”. Cabría añadir que esta novela, por su tema —una mujer es condenada y perseguida por un pérfido patriarca religioso y huye penosamente de él, poniendo a salvo su amor e independencia—, tan querido al género gótico, se emparenta con otras dos de la misma época: una anterior, «El Italiano, o el confesionario de los penitentes negros» (1797), de Ann Radcliffe, y otra posterior, «La letra escarlata» (1850), de Nathaniel Hawthorne.
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Iolani o Tahiti tal como era de Wilkie Collins
La astucia era el principio fundamental en la vida de este hombre. Era lo que le había proporcionado los medios de obtener toda clase de diabólicos triunfos sin que existiera la menor posibilidad de fracasar o ser descubierto. En ningún carácter podían reunirse tan secreta y firmemente más elementos viles y peligrosos que en el suyo. Su maligna disposición natural quedaba disimulada por su inventiva y su paciencia inagotable. El ingenio refinaba su crueldad y la cautela lo reforzaba; y sus ardientes pasiones las disfrazaba la más consumada hipocresía y las ejecutaba la traicionera elocuencia de su porte y su discurso. Los peculiares encantos de Idía provocaron al primer vistazo su capricho sensual, y obtuvo sus afectos con tanto éxito y seguridad como había obtenido los afectos de todas las que habían sido antes que ella.
Su última amada, al menos por el momento, era una mujer cuyos fuertes y numerosos afectos la habían condenado a una existencia o bien de turbulenta alegría o bien de abrumador pesar. Al contrario que la mayoría de las de su sexo en las islas del Pacífico, sus emociones tendían invariablemente hacia los extremos, y el engañoso impulso del momento decidía peligrosa e irremediablemente cada acto de su vida. Desde el momento en que había entregado su amor libre, sincera y confiadamente al engañoso Sacerdote, cada pensamiento de su corazón había estado dedicado inconscientemente a él sólo. Le miraba no como lo que era, sino como lo que debería ser.
Wilkie Collins
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