Memorias de la casa muerta

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Título: Memorias de la casa muerta Autor: Fiódor Dostoievski Género: Clásica

El protagonista es el propio autor, Fiódor Dostoievski, que bajo la figura del protagonista, Alexander Petróvich Goriánchikov, nos relata en primera persona su privación de libertad, su convivencia con los demás presos, sus dificultades para adaptarse a su nueva situación No debemos olvidar que Dostoievski pertenecía a la nobleza rusa, era Teniente de Ingenieros, es decir, una persona acostumbrada al trato con la alta sociedad y no con el pueblo llano, y además se dedicaba a la literatura, por lo que no estaba acostumbrado a los esfuerzos físicos. Son datos más que suficientes para imaginarnos lo que tuvo que suponer para Dostoievski ese radical cambio de vida: nuevas amistades (lo mejorcito de cada casa, como se suele decir), condiciones penosas de salubridad e higiene (las descripciones del autor sobre las condiciones de los barracones donde se alojaban reflejan con detalle esas condiciones), trato inhumano y degradante (se trataba de un sistema penitenciario compatible con la tortura y que despojaba al recluso de cualquier rastro de dignidad humana)

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Portada del libro Memorias de la casa muerta

Memorias de la casa muerta de Fiodor Dostoievski


Sinopsis

La siposis del libro "Memorias de la casa muerta" de Fiódor Dostoievski en español es la siguiente:

"Memorias de la casa muerta" es una novela escrita por Fiódor Dostoievski en 1862. La obra narra la historia de un grupo de personas que se reúnen en una casa abandonada en el campo para compartir experiencias y recuerdos. Sin embargo, pronto se dan cuenta de que la casa tiene una maldición y comienzan a sufrir extraños y aterradores sucesos.

La novela es una reflexión sobre la naturaleza humana, la soledad y la angustia, y cómo la memoria y el pasado pueden afectar nuestra vida cotidiana. Dostoievski explora temas como la psicología, la filosofía y la religión a través de los personajes y sus interacciones.

Fragmento del libro


Había notado, entretanto, que poseía muy pocos libros, y me separé de él, persuadido de que no era un lector tan asiduo como me habían asegurado. No obstante, más tarde, en dos ocasiones distintas pasé en carruaje por delante de su casa, a horas avanzadas de la noche, y me sorprendió que estuviesen iluminadas las ventanas de su cuarto. ¿Qué haría a semejantes horas? ¿Escribía, acaso? Y en caso afirmativo, ¿qué era lo que escribía?

Permanecí tres meses ausente en la ciudad, y supe con pena, a mi regreso, que Aleksandr Petróvich había muerto durante el invierno, sin llamar siquiera al médico, y que casi no se acordaban ya de él. La habitación que ocupó en vida había quedado desalquilada y no tardé en entablar conocimiento con su patrona, con objeto de saber por ella qué vida solía hacer su huésped y, sobre todo, si escribía. Le entregué veinte copeicas a cambio de un cesto lleno de papeles manuscritos que había dejado el difunto, y me confesó que había empleado dos cuadernillos para encender el fuego.

Era la patrona una anciana triste y taciturna, y nada interesante pude saber por ella acerca de su huésped. Díjome, sin embargo, que no trabajaba casi nunca y que se pasaba meses enteros sin abrir un libro ni tomar la pluma; en cambio paseaba toda la noche por su habitación, entregado a profundas reflexiones, hablando, a veces, en voz alta. Había cobrado mucho cariño a Katia, la nietecita de la patrona, desde el momento en que supo su nombre. El día de santa Catalina mandaba celebrar una misa de Réquiem por el alma de una difunta que jamás nombró. Detestaba las visitas y no salía de casa sino para dar sus lecciones, y aun miraba con malos ojos a su propia patrona cuando, una vez por semana, hacía la limpieza de su cuarto. En los tres años que había vivido en su casa no le dirigió la palabra sino en muy contadas ocasiones.

Pregunté a Katia si se acordaba de su profesor, y la niña volvió la cabeza hacia la pared para ocultar sus lágrimas. ¡Aquel hombre, pues, habíase hecho querer por alguien!


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