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'En el rincón más apartado de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes que nos cuentan las historias y las fábulas. Nada sabes de él, ni de su nombre, ni de su rostro, ni de la seda con que se viste. Para heredar sus inagotables caudales basta con que toques esa campanilla que está a tu lado sobre un libro. El mandarín solamente exhalará un suspiro en los confines de Mongolia. En ese momento será un cadáver. Y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal, ¿tocarás la campanilla?' Este es el maquiavélico dilema que se le presenta al protagonista de El mandarín, una novela corta escrita por Eça de Queirós (Los Maia, El crimen del padre Amaro) a finales del siglo XIX y que he tenido la suerte de leer este verano. En su momento, la escritura de la novela le supuso al autor el rechazo de buena parte de la crítica y la ´intelectualidad´ por considerarla una traición a la corriente realista de la que era destacado representante. Sin embargo, vista hoy en día, difícilmente podría haber escrito un relato más universal y eterno ya que es imposible leerlo sin preguntarse uno mismo qué es lo que haría en caso de estar en lugar de Teodoro, protagonista de la novela.
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El mandarin de Eca de Queiros
El título completo del libro de Eça de Queirós que se llama "El mandarín" en español es "El mandarín: novela".
En este libro, Eça de Queirós narra la historia de un joven llamado Luísa de Mendonça, quien viaja a China en busca de su tío, un comerciante que ha desaparecido misteriosamente. Durante su viaje, Luísa conoce a un mandarín llamado Wang, quien le proporciona información sobre la cultura y la sociedad chinas, así como sobre la vida de su tío.
A medida que la historia avanza, Luísa se encuentra con una serie de desafíos y peligros, incluyendo la rivalidad entre diferentes facciones políticas y sociales en China, así como la amenaza de la invasión de las fuerzas extranjeras. A pesar de estos obstáculos, Luísa logra encontrar a su tío y descubrir la verdad detrás de su desaparición.
El desconocido alzó un poco su sombrero, descubriendo una frente estrecha, adornada por unos mechones negros como los del fabuloso Alcides, y contestó exactamente:
-Mire, querido Teodoro. ¡Veinte mil reís al mes son una vergüenza social! Además, en la tierra hay cosas prodigiosas: vinos de Borgoña, como, por ejemplo, el Romanée- Conti del 58, y el Chambertin del 61, que cuestan entre diez y doce mil reís la botella, y quien bebe la primera copa no duda en matar a su padre por beber la segunda. En París y en Londres se fabrican carruajes de amortiguadores tan suaves, de tapizados tan mullidos que es preferible recorrer en ellos el Campo Grande antes que viajar, como los dioses antiguos, por los cielos, sobre los suaves almohadones de las nubes... No ofenderé su cultura diciéndole que hoy las casas se amueblan con un estilo y con un confort tales, que sólo ellas hacen realidad ese sueño, en otro tiempo imaginario que se llamaba bienestar. No le hablaré, Teodoro, de otros placeres terrena- . les, como, por ejemplo, el Teatro del Palais Royal, el baile Laborde o el Café Anglais... Sólo quiero llamar su atención sobre un hecho: existen seres que se llaman Mujeres, que nada tienen que ver con esas que se llaman Hembras. Aquéllas, Teodoro, en mi tiempo, página tres de la Biblia, únicamente vestían una hoja de parra. Hoy, Teodoro, llevan toda una sinfonía, todo un ingenioso y sutil poema de encajes, batistas, rasos, flores, joyas, cachemires, gasas y terciopelos... Imagínese la inexpresable satisfacción que los cinco dedos de un cristiano sienten al palpar esas maravillas de tersura; pero comprenderá también que los gastos de esos seres angelicales no se cubren con una modesta moneda de cien reis... Pero ellas tienen todavía algo mejor, Teodoro: cabellos color de oro o color tinieblas, y así llevan en sus trenzas la apariencia simbólica de las dos grandes tentaciones humanas: el ansia del metal precioso y el conocimiento de lo absoluto trascendente. Y todavía tienen más: brazos marmóreos de una frescura de lirio húmedo de rocío; senos, que sirvieron de modelo para el ánfora del famoso Praxiteles, poseedora del contorno más puro y más ideal de la antigüedad...
Los senos, en otro tiempo (según el criterio de ese Anciano ingenuo que les formó a ustedes, el que fabricó el mundo, y cuyo nombre me está prohibido pronunciar por una enemistad secular), estaban destinados a la nutrición augusta de la Humanidad; pero tranquilícese, Teodoro: hoy ninguna madre sensata los deja expuestos a esa función deformadora y severa; sirven sólo para resplandecer, envueltos en encajes, en tules de soirées y para otros usos secretos. La conveniencia me exige terminar esta exposición radiante de las bellezas que caracterizan el fatal femenino... Por otra parte, sus pupilas ya brillan... Pero todas esas cosas están lejos, infinitamente lejos, Teodoro, de sus veinte mil reis al mes... ¡Reconozca usted, al menos, que estas palabras tienen el venerable sello de la verdad!
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