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«A esa gente no le corre más sangre por las venas que la que nos han chupado a nosotros. Nos dijeron: matad a los aristócratas que son lobos. Y a las farolas nos fuimos a colgar nobles. Nos dijeron: el del veto (Luis XVI) se os come el pan y dimos muerte al del veto. Nos dijeron: los girondinos os están matando de hambre y pasamos a los girondinos por la guillotina. Pero quienes han desollado a los muertos han sido ellos; mientras, nosotros seguimos con las piernas desnudas, muertos de frío. Arranquémosles el pellejo de la muslera y veréis qué pantalones nos salen. Estrujémosles la manteca y veréis qué sustancia nos dará el caldo. ¡Adelante! ¡Muerte a quien no lleve agujeros en la casaca! ¡Muerte a quien sepa leer y escribir! ¡Muerte a quien salga al extranjero! ¡Muerte, muerte!» La escena tiene lugar en una calle de París, en 1794. La chusma enardecida está sedienta de sangre. Es Georg Büchner (1813-1837) quien la recrea en su obra cumbre, La muerte de Danton, una pieza teatral (o más bien, según los alemanes, un «Buchdrama», esto es, para ser leída más que para ser representada sobre la escena) que escribió a los 21 años y en cinco semanas, mientras se escondía en Estraburgo de la persecución de la policía. Büchner era un revolucionario, un conspirador político, adepto a las sociedades secretas. Büchner escogió el enfrentamiento entre Danton y Robespierre, como la clave de su visión sobre la Revolución francesa. La pieza tiene lugar en 1794. Saint-Just le fabrica una acusación a Danton, presunto conspirador con el traidor general Dumouriez para derrocar al gobierno revolucionario y restaurar la monarquía. Con él, sus partidarios, los dantonistas, los «indulgentes», son igualmente sospechosos de conspiración.
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La muerte de Danton de Georg Buchner
Bastarán unas consideraciones generales para persuadirlos de que nuestra crueldad no es mayor que la de la naturaleza o la del tiempo. La naturaleza cumple sus propias leyes de manera pausada e irresistible; el ser humano se ve aniquilado allí donde se enfrenta a ellas. Cualquier mudanza del aire en sus componentes, una llamarada del fuego telúrico, cualquier oscilación en el equilibrio de una masa acuática, una epidemia, la erupción de un volcán, el desbordamiento de un río sepultan a miles de personas. ¿Cuál es la resultante? Una alteración, apenas apreciable en términos globales, de la naturaleza física; alteración que habría pasado sin dejar apenas rastro de no ser por los cadáveres que deja a su paso.
Y yo pregunto: ¿Tiene la naturaleza moral que guardar mayores consideraciones que la física? ¿No ha de estarle permitido a un ideal, igual que a una ley física, arrasar cuanto le ofrezca resistencia? ¿Acaso un acontecimiento que modifica por entero la configuración de la ley moral, esto es, del género humano, ha de poder cumplirse sin derramamiento de sangre? En la esfera moral el espíritu universal se sirve de nuestros brazos exactamente igual que en la física emplea volcanes y riadas. ¿Qué importa que mueran de una epidemia o como consecuencia de la revolución?
Los pasos del género humano son lentos, sólo pueden contarse por siglos; tras cada uno de ellos se alzan las tumbas de generaciones enteras. El acceso a los inventos y principios más sencillos se ha producido a expensas de millones de personas que han muerto por el camino. ¿No salta a la vista que en tiempos en que la marcha de la historia se acelera también hay más hombres que pierden el aliento?
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