Las paradojas de Mr. Pond

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Título: Las paradojas de Mr. Pond Autor: G. K. Chesterton Género: Policial

La obra comprende ocho relatos, cuyo desarrollo es una muestra del ingenio de G. K. Chesterton, pues arrancan con uno de esos ‘monstruos mentales’, por mejor nombre, paradojas, y concluyen mostrando la absoluta lógica que se encierra en cada caso de ‘locura’ de Mr. Pond. «Todo fracasó porque la disciplina era excelente. Los soldados de Grock lo obedecieron demasiado bien; por eso no logró lo que se propuso». (Los tres jinetes del Apocalipsis) «Todas aportan testimonios que lo contradicen o que, cuando menos, muestran que él se contradijo. Pero todas yerran. (…) Usted afirma que el capitán dijo tres cosas diferentes. Yo sostengo que les dijo lo mismo a las tres mujeres. Alteró el orden de los términos pero no dejó de ser una misma cosa». (El crimen del capitán Cahagan) «Una vez conocí a dos hombres que llegaron a estar tan completamente de acuerdo que lógicamente uno mató al otro». (Cuando los médicos están de acuerdo) «Lo que he dicho es que relativamente era un lápiz rojo o que se asemejaba a un lápiz rojo, en contra de la inclinación de Wotton a verlo como un lápiz azul; y precisamente por eso hacía trazos tan negros». (Pond el Pantaleón) «Recuerdo un ejemplo bastante singular en el que cierto gobierno hubo de considerar la deportación de un extranjero deseable (…) y halló que eran de todo punto insalvables las dificultades». (El hombre indecible) «Nuestro amigo Cahagan aquí presente es hombre veracísimo porque dice mentiras desmesuradas e imprudentes». (Anillo de enamorados) «En la naturaleza hay que buscar en un nivel muy inferior para encontrar cosas que lleguen a un nivel tan superior». (El terrible trovador) «Éste era demasiado pequeño para ser notado; ése era demasiado alto para ser visto». (Un asunto de altura)

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Portada del libro Las paradojas de Mr Pond

Las paradojas de Mr Pond de G K Chesterton


Fragmento del libro


Desdeñaba a los simplones, aun los pertenecientes a su plana mayor; con que se había espontaneado ante Von Hocheimer, el primer mensajero, sin otorgarle mayor importancia que a un mueble, tan sólo porque parecía un simplón; pero el teniente no era tan simplón como parecía. El teniente entendió, en igual medida que luego lo entendió ese cínico sargento que llevaba toda la vida realizando trabajos sucios, lo que el augusto mariscal quería significar. También Hocheimer comprendió la personal ética del mariscal, según la cual un hecho era irrefutable aunque fuese indefendible. Conoció que lo que su superior deseaba esencialmente era la muerte de Petrowski, que la deseaba a todo trance, al precio de cualquier engaño a príncipes o asesinato de soldados. Y cuando se percató de que lo perseguía un veloz jinete, ni el propio Grock habría inferido con mayor inmediatez que debía de portar un indulto del Príncipe. Von Schacht, muy joven pero muy valeroso oficial, cabal personificación de toda esa más noble tradición germana que este relato ha negligido en exceso, merecía la elección que lo había convertido en heraldo de una más noble política. Cabalgó con la celeridad de esa generosa equitación que ha legado a Europa el sustantivo mismo de caballerosidad, y le ordenó al otro, con el tono de la trompeta de un heraldo, que se detuviera y diera media vuelta. Y Von Hocheimer obedeció. Tiró de las riendas del caballo, se detuvo, se dio media vuelta en su silla; pero su mano apuntó con la carabina como si fuese una pistola, y le metió una bala al mozalbete entre ceja y ceja.


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