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En los conflictos narrados en esta colección de RELATOS DE LOS MARES DEL SUR la victoria nunca será de la moral, la ética o los ideales sino de las fuerzas primigenias, del ímpetu ciego de la naturaleza o de la violencia de los hombres. El instinto de supervivencia se impone en «Koolau el leproso», el avance irresistible de la civilización en «El inevitable hombre blanco», la fuerza del huracán en «Las perlas de Parlay», la superioridad del más apto en «Mauki», «El diente de ballena» o «Las terribles Salomón». La nostalgia de unas formas de vida destinadas a desaparecer permea «En la estera de Makaloa»; y el humor, omnipresente, y la fina ironía de todos los relatos alcanzan las cotas más altas en «El Chinago».
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Relatos de los Mares del Sur de Jack London
El capitán se deslizó sobre la roca, ladera abajo, para unirse a sus soldados. Un momento después, y sin bandera de tregua, izó su gorra ensartada en la vaina de la espada y Koolau la atravesó con una bala. Aquella misma tarde le obligaron a retroceder bombardeándole con granadas desde la playa y le empujaron hasta los refugios más lejanos.
Durante seis semanas le siguieron de escondrijo en escondrijo sobre picos volcánicos y senderos de cabras.
Cuando se ocultó en la jungla, formaron líneas de batidores y le acosaron, como a un conejo, entre los guayabo» y los arbustos de lantana. Pero una y otra vez, él volvía atrás, esquivaba, escapaba. No había modo de acorralarle. Cuando el enemigo se acercaba, su rifle certero volvía a alejarlos y los soldados transportaban sus heridos, sendero abajo, hasta la playa. Otras veces eran ellos los que disparaban cuando su cuerpo bronceado aparecía por un camino entre la maleza. En un momento determinado, cinco de ellos le sorprendieron al descubierto en un sendero de cabras. Vaciaron entonces sus rifles sobre Koolau mientras él se alejaba cojeando, trepando por el vertiginoso camino. Hallaron después allí manchas de sangre y supieron que estaba herido. Al cabo de seis semanas, se dieron por vencidos. Los soldados y los policías volvieron a Honolulú y todo el valle de Kalalau quedó para uso exclusivo de Koolau, aunque de vez en cuando algún cazador de cabezas, para desgracia suya, se aventuraba a seguirle.
Dos años después Koolau se arrastró, por último, al interior de la espesura y se tendió en el suelo entre las hojas de
ti y las flores de jengibre. Libre había vivido y libre iba a morir. Comenzaba a caer una ligera llovizna y se echó una manta andrajosa sobre la ruina informe de sus miembros. Llevaba puesto un abrigo de tela impermeable. Sobre su pecho depositó el Mauser deteniéndose antes un momento a limpiar afectuosamente la humedad del cañón. En la mano con que lo secó no quedaba un solo dedo con que apretar el gatillo.
Jack London
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