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«Wolfstein, un ser marcado por la desgracia y la maldad, va de un lado a otro en busca de un lugar donde poder asentarse en paz. Conoce a Ginotti, un alquimista en busca del secreto de la inmortalidad, quien le ofrece admisión en la secta a la que pertenece, a cambio de que renuncie a su fe». Segunda novela escrita por Shelley dentro del género gótico y en una ambientación marcada por el secretismo y por la constante presencia del castillo como sólido baluarte de ese mismo secreto. Como apunte final, en la obra no hay referencia alguna a lo rosacruz, entendiendo que su mención en el título estuvo dirigida a despertar el interés del público en aquella época.
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St Irvyne de Percy Bysshe Shelley
Antes de unirse a aquella banda de salteadores, Wolfstein tenía la conciencia clara, al menos en lo que se refiere a la comisión, de forma voluntaria y deliberada, de un delito, ya que un acontecimiento, demasiado horrible para ser contado, le había obligado a abandonar su país natal y a vivir en la indigencia y la desgracia. Su valentía era equiparable a su maldad: nada podía desviarle de su propósito y, una vez tomada una determinación, su audacia la llevaría a cabo sin miedo, aunque eso significase que el infierno y la nada se abriesen a sus pies y tratasen de desviar la osada voluntad de culminación de sus propósitos. Así era el Wolfstein culpable: un pobre exiliado, un villano unido a un grupo de salteadores y un asesino, al menos en potencia, ya que no de hecho todavía. Cometer un crimen no le arredraba, y menos en esos momentos, ni la eterna condenación a tormentos impensables en este mundo que le esperaba: ya era un malhechor endurecido.
-¡Qué locura! ¡Qué idea tan espantosa! -exclamó, en un repentino momento de lucidez-. ¿Sería merecedor de la celestial Megalena, si me arrugase ante el precio que tengo que pagar por gozar de su posesión?
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