Leer libro La máquina de leer los pensamientos en formato epub
No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer; sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier. El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera; sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos.
La maquina de leer los pensamientos de Andre Maurois
La síntesis en español del libro "La máquina de leer los pensamientos" de André Maurois es:
"La máquina de leer los pensamientos" es una novela escrita por André Maurois en 1932, que se desarrolla en el París de la década de 1920. La historia sigue a un joven llamado Pierre, quien descubre una máquina que puede leer los pensamientos de las personas. A medida que Pierre explora el funcionamiento de la máquina, se da cuenta de que puede leer no solo los pensamientos de las personas, sino también sus emociones y sus secretos más profundos.
La novela aborda temas como la privacidad, la intimidad y la verdad, y cómo la tecnología puede afectar nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás.
Todos pertenecíamos, no obstante, a una misma clase social, la burguesía media, pero Francia, desde 1789, tiene sus güelfos y sus gibelinos. La familia de Susana había sido siembre conservadora y sucesivamente bonapartista, orleanista, republicanos adheridos y melinista; la mía había figurado siempre en la oposición en tiempo de la monarquía de julio, siendo republicana cuándo el Imperio, gambettisa y luego radical, e incluso socialista por parte de uno de mis tíos. La época de nuestra boda coincidió con aquella en que los franceses, durante algunos años, parecían haberse reconciliado a consecuencia de la guerra, de suerte que nuestro mutuo cariño no había encontrado ningún obstáculo ni tuvo que triunfar sobre los odios latentes. En aquella época, yo era militar y mi uniforme había parecido a M. Cauvin-Lequeux, que sin duda no había leído nada de Stendhal, ni de Paul-Lous Courier, símbolo y garantía de un alma sensata. Con la venida de la paz, los antiguos rencores y las desconfianzas ancestrales se habían reanimado y a partir de las elecciones de 1924 la «Rue de Fontenelle» en peso, excepto mi cuñada Henriette, me había excomulgado; por consiguiente, las cenas familiares me resultaban desagradables, ya que todas las semanas tenía que escoger entre guardar silencio o hablar con acritud y escuchar, al salir, los reproches de mi mujer por mi mutismo o por mi intolerancia.
Comprenderán ahora perfectamente por qué, satisfechísimo al día siguiente de haber obtenido un puesto en el Instituto de Ruán, me apresuré a terminar el Doctorado y a pedir una cátedra, en la Facultad. Caen, donde había logrado que me destinaban, era para nosotros el lugar ideal. La ciudad es hermosa, tranquila y jansenista; la Universidad ilustre y antigua; el clima, sano, Pero por encima de todo, allí poseía, por completo a mi mujer y a mis hijos, mientras que Susana no se sentía demasiado alejada de Ruán todas las veces que deseaba empaparse de la atmósfera de la «Rue de Fontenelle», que era para ella cómo un balón de oxígeno. Es indispensable añadir que formábamos el matrimonio más unido y, ¿por qué no decirlo?, más tierno. Desde que dejaba que mi mujer fuera sola a casa de su padre, había desaparecido entre nosotros todo motivo, de conflicto. Nuestros dos hijos gozaban de buena salud, mis alumnos eran insoportables y mis colegas, simpáticos. En fin, en la medida que pueden serlo los seres humanos y a despecho de pequeñas tormentas, inevitables en toda vida conyugal, éramos felices.
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