La canción de Rolando

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Título: La canción de Rolando Autor: Anónimo Género: Histórico

La Canción de Rolando (La Chanson de Roland) es un poema épico de varios miles de versos, escrito a finales del siglo XI en francés antiguo, atribuido a un monje normando, Turoldo, cuyo nombre aparece en el último y enigmático verso: «Ci falt la geste que Turoldus declinet». Sin embargo, no queda claro el significado de declinar en este verso: puede querer decir «componer» o quizás «transcribir», copiar. Es el cantar de gesta más antiguo de Europa. El texto del llamado Manuscrito de Oxford escrito en anglo-normando (de alrededor de 1170) consta de 4002 versos decasílabos, distribuidos en 291 estrofas de desigual longitud.La presente traducción ha sido realizada sobre el texto publicado según el manuscrito de Oxford y vertido (al francés moderno) por Joseph Bédier.

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Portada del libro La cancion de Rolando

La cancion de Rolando de Anonimo


Sinopsis

La síntesis en español del libro "La canción de Rolando" de Anónimo es:

"La canción de Rolando" es una obra literaria anónima del siglo XIII que narra la historia de un joven caballero llamado Rolando, que es enviado a combatir el dragón que ha sido saqueando el reino. Rolando logra vencer al dragón, pero a cambio de su victoria, debe casarse con la hija del rey, quien es una joven hermosa y valiente llamada Bradamante. Sin embargo, Rolando se enamora de una otra mujer, Angelica, y decide desertar para estar con ella. La historia es una mezcla de aventuras, romance y caballería medieval, y es considerada una de las obras más importantes de la literatura española del medioevo.

Fragmento del libro


El rey sarraceno se inclina ante él profundamente.


LXXVIII


POR OTRO lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera flotante arrastra por tas suelos. Es para él juego de niños, cuando está de humor para ello, llevar largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se dice que en su país el sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae lluvia ni se forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos dicen que allí moran los diablos.


—He ceñido mi buena espada —dice Chernublo—. He de teñirla de rojo en Roracesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Rolando sin que yo lo ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta.


Al escuchar tales razones, reúnense los doce pares. Llevan con ellos a cien mil sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el paso. Y todos juntos se dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.


LXXIX


ÁRMANSE los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:


—Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.


—¡Ah! ¡Así lo permita Dios! —responde Rolando—. Aquí habremos de resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!


LXXX


OLIVEROS ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Rolando, su compañero y le dice:


—¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.


—¡Callad, Oliveros —responde Rolando—; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!


LXXXI


OLIVEROS ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.



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