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El personaje que da nombre a esta novela –primera del ciclo titulado Memorias de un médico que Dumas consagró a la Revolución francesa– no es otro que el célebre aventurero y adivino conocido como conde Cagliostro. Enmarcada en los años que median entre la llegada de María Antonieta a Francia y la muerte de Luis XV (1770-1774), Joseph Balsamo (1846-1848) constituye un relato vivo, trepidante, a la altura de las mejores obras de su autor. Dumas teje una intriga densa en la que tienen un papel destacado personajes históricos como madame Du Barry, Richelieu, el cardenal de Rohan o el propio Rousseau. Balsamo, experto en magia y magnetismo, acompañado por el siniestro alquimista Althotas, encabeza una sociedad secreta cuya finalidad es derrocar las monarquías e instaurar un gobierno basado en la soberanía popular.
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Joseph Balsamo Memorias de un medico de Alejandro Dumas
La siposis en español del libro "Memorias de un médico" de Alejandro Dumas es:
"Joseph Balsamo" es una novela de Alejandro Dumas, publicada en 1846. La obra es una mezcla de ficción histórica y de misterio, que se desarrolla en el París de la década de 1780. El protagonista, Joseph Balsamo, es un joven de origen desconocido que se hace pasar por médico y se gana la confianza de la aristocracia parisina. Sin embargo, pronto se descubre que tiene un pasado oscuro y que está envuelto en una serie de misterios y conspiraciones.
La novela es conocida por su estilo literario únicamente y su capacidad para mantener al lector en vilo hasta el final. Dumas utiliza un lenguaje poético y evocador, que transporta al lector a la París de la época.
A la margen izquierda del Rin, cerca de la imperial ciudad de Worms, y hacía el sitio donde nace el pequeño río Selz, empiezan a elevarse las primeras cordilleras de innúmeras montañas, cuyos erizados picos parecen alejarse hacia el Norte, simulando una manada de espantados búfalos que se pierden entre la bruma.
Estas montañas, que desde la cumbre dominan ya aquel país casi desierto, y que semejan la comitiva de la más alta, tiene cada una un nombre particular que expresa su forma o recuerda alguna tradición.
Llámase una la Silla del Rey, la otra la Piedra de los Agavanzos, esta la Roca de los Halcones y aquella la Cresta de la Serpiente.
La más alta de todas, la que parece llegar al cielo, ceñida la granítica frente de una corona de ruinas, es la Montaña de los Truenos. Cuando la noche condensa la sombra de los árboles y el crepúsculo vespertino dora las altas cumbres de esta familia de gigantes, parece que el silencio desciende lentamente desde las sublimes gradas del cielo hasta la llanura, y que un brazo invisible y poderoso desenvuelve de sus flancos, para extenderlo sobre el mundo cansado por los ruidos y penalidades del día, ese inmenso manto azulado, en cuyo fondo brillan las estrellas. Entonces todo pasa insensiblemente de la vigilia al sueño, todo enmudece sobre la tierra. Únicamente en medio de este silencio solemne, el riachuelo a que nos hemos referido prosigue día y noche su curso misterioso bajo los abetos de la orilla, hasta desembocar en el caudaloso Rin, que es su muerte. La arena de su seno es tan fresca, sus cañas tan flexibles y sus peñas se hallan tan cubiertas de suave musgo y saxífragas, que sus ondas no producen el más pequeño ruido desde Morsheim, donde principia, hasta el lugar en donde termina.
Poco más arriba del punto de su origen, un sendero tortuoso y lleno de malezas conduce a Danenfels. Pasado este pueblo, el camino se reduce a una senda, que también disminuye hasta que termina. Inútilmente busca algo la vista en el suelo, pues sólo se ve la inmensa pendiente de la Montaña de los Truenos, cuya misteriosa cumbre, acariciada con tanta frecuencia por el fuego del cielo, que le ha dado su nombre, ocúltase tras un círculo de frondosos árboles, que forman impenetrable muro.
Pocas veces bajo estos árboles tan altos como las encinas de la antigua Dodona, el viajero puede continuar su camino sin ser visto desde la llanura, ni aun en la mitad del día; pues, aunque su caballo llevara más campanillas que una mula española, no se percibiría ruido alguno; y si fuera enjaezado de terciopelo y oro como un caballo de emperador, ni un rayo de oro o de púrpura atravesaría el espeso ramaje: tanto apaga el ruido la frondosidad de este inmenso bosque, como disminuye los colores la oscuridad de su sombra.
Ahora, que las más elevadas montañas han llegado a ser meros observatorios, y que las leyendas más poéticamente terribles no inspiran más que una sonrisa de duda en los labios del viajero; ahora aterra aún aquella soledad y hace venerable aquel sitio, en que sólo se hallan algunas casas de pobre apariencia, a semejanza de centinelas avanzados de los vecinos pueblos, para indicar la presencia del hombre en aquel país que parecía el más a propósito para ser teatro de escenas misteriosas y fantásticas.
Los habitantes de esas casas esparcidas por aquellas soledades son, o molineros que dejan alegremente al río moler su trigo, cuya harina transportan ellos luego a Rockenhausen y a Alcey, o pastores que al conducir sus ganados a pacer en la montaña, estremécense ellos y sus perros al estruendo producido por algún abeto secular, que al peso de su vejez rueda a los abismos desconocidos del bosque. Porque, como hemos dicho, los recuerdos del país son lúgubres, y la senda que se extiende al lado opuesto al sitio que antes indicamos en medio de la maleza de la montaña, no ha conducido siempre, según los más valientes y buenos cristianos, al puerto de su salvación.
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