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El conde de Montecristo (Le comte de Montecristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas (padre) y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos.Edmundo Dantés ha pasado veinte años encarcelado en el castillo de If. Allí conoce al padre Faria que le desvela la existencia de un tesoro oculto en la isla de Montecristo. Dantés huye de la prisión y encuentra el tesoro. A partir de ahora su objetivo es vengarse de las personas que lo encarcelaron. Tras un año en Oriente, regresa a Francia con una nueva identidad: el Conde de Montecristo.
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El conde de Montecristo de Alejandro Dumas
El título completo del libro de Alejandro Dumas es "El conde de Montecristo: Novela" y su sinopsis en español es la siguiente:
"El conde de Montecristo es una novela de aventuras y suspense escrita por Alejandro Dumas. La historia sigue a Edmond Dantès, un joven y ambicioso marinero que es falsamente acusado de un crimen y encarcelado. Sin embargo, Dantès logra escapar de la prisión y vengarse de los que lo traicionaron, adoptando el nombre de "El Conde de Montecristo". Con su nuevo papel, Dantès se convierte en un hombre rico y poderoso, y comienza a buscar a aquellos que lo perjudicaron en el pasado, utilizando su fortuna y su influencia para castigarlos.
La novela es conocida por su intrincado argumento, sus personajes interesantes y sus giros inesperados.
Capítulo
Marsella. La llegada
l 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín
El Faraón
procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al
Faraón
, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que
El Faraón
enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al
Faraón
, al que alcanzó frente al muelle de
La Reserva
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.
—¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el del bote—. ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?
—Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel —respondió Edmundo—. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…
—¿Y el cargamento? —preguntó con ansia el naviero.
—Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el naviero, ya más tranquilo—. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?
—Murió.
—¿Cayó al mar?
—No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
—¡Hola! —dijo—. Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
—Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? —continuó el naviero.
—¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.
—Es muy triste, ciertamente —prosiguió el joven con melancólica sonrisa— haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.
—¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? —replicó el naviero, cada vez más tranquilo—; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento…
—Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.
Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:
—Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.
La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.
—Amainad y cargad por todas partes.
A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.
—Si queréis subir ahora, señor Morrel —dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador—, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede
El Faraón
anclado y de luto.
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