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En 1924 Horacio Quiroga publica El desierto, colección con tres partes claramente diferenciadas. En la primera se recogen dos relatos de Misiones, a orillas del Paraná, un escenario tan querido por el autor. En la segunda, cuatro cuentos urbano-románticos, aunque dos de ellos con giros fantásticos que los diferencian de lo convencional. La última parte reúne cinco apólogos o fábulas, que exaltan el poder transformador de los sentimientos, sintetizando así el tema principal de la obra quiroguiana: el amor humaniza y el odio embrutece.[Contiene: «El desierto», «Un peón», «Una conquista», «Silvina y Montt», «El espectro», «El síncope blanco», «Los tres besos», «El potro salvaje», «El león», «La patria», «Juan Darién»]
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El desierto de Horacio Quiroga
La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.
La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.
Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
«Lluvia para toda la noche» -pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:
-Pónganse las capas -dijo brevemente-. Y sujétense bien.
En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.
Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.
-Sujétense bien -repitió Subercasaux a sus dos acompañantes-. Ya hemos llegado.
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