Manuscrito encontrado en Zaragoza

Fragmento del libro

Grande fue su espanto cuando vieron que el cuerpo del marqués había desaparecido. Creyeron que el diablo se lo había llevado. Al rato, llegaron todos los monjes armados de hisopos, asperjando agua bendita, exorcizando y vociferando. Por mi parte, no pudiendo aguantar más de sueño, me eché sobre la paja y no tardé en dormirme.

Al día siguiente, en lo primero que pensé fue en los castigos que me amenazaban. Y luego en los medios para escapar a ellos. Veyras y yo habíamos saqueado tantas despensas que el escalo era algo que nos resultaba familiar. También sabíamos quitar los barrotes a una ventana y volver a colocarlos en su sitio sin que se notase. Me serví de un cuchillo que llevaba en el bolsillo para sacar un clavo del marco de la ventana. Con ese clavo limé la base de un barrote, trabajando sin descanso hasta mediodía. Entonces se abrió el ventanillo de la puerta y reconocí la cara de un fraile laico encargado del servicio de nuestro dormitorio. Me pasó el pan con una jarra de agua y me preguntó si podía serme útil en algo. Yo le rogué que fuera a ver de mi parte al padre Sañudo para rogarle que me hiciera dar sábanas y una manta, pues, si bien era justo que fuese castigado, no así que viviera como un pordiosero. Esta petición fue bien acogida y me mandaron cuanto había pedido más un poco de carne para sostenerme. Me informé acerca de lo que hacía Veyras. Supe que no estaba inquieto y vi con placer que no buscaban culpables. Pregunté cuándo comenzaría mi castigo. El hermano laico me respondió que no sabía nada al respecto, pero que normalmente se dejaba tres días de reflexión. No me hacía falta saber más y me quedé completamente tranquilo.