La montaña de oro

Fragmento del libro

¡Y quizás imagine usted, so muñeco, que va a convencerme! Aunque todo eso fuera cierto, ¿quién le ha dicho a usted que a mí se me ocurriría poner una fábrica de armas? Yo soy hombre solitario, y solitario seguiré. No tengo malditas las ganas de pelear con un centenar de trabajadores.

-Pero podría usted, para ganar dinero, sacar patente de invención y venderla.

-No lo verán sus ojos. Hasta ahora he tenido para vivir, y confío en que seguiré vegetando sin patente ni cosa tal. Ea, y lárguese usted, que me ha puesto en el disparador oír a un polluelo que está todavía pegado al cascarón y se las echa de viejo cantor de la selva.

Naturalmente, no se me ocurrió siquiera tomar a mal la grosería con que me hablaba. El hombre era así, y demasiado sabía yo que me tenía buena voluntad y que estaba dispuesto, en cuanto podía esperarse de él, a serme útil siempre que se ofreciera la ocasión. Sin decir palabra le tendí la mano, que me estrechó y sacudió vigorosamente.

No sospechaba yo la grandísima importancia que aquella entrevista había de tener para mí en lo futuro, ni me pasó por las mientes que el arma aún sin terminar y el pesado y viejo «mataosos», como Henry había llamado al rifle colgado de la alcayata, pudieran desempeñar tan notorio papel en el resto de mi vida. Pero me llenaba de gozo y de vanidad el pensar en la entrevista del día siguiente; pues como me había ejercitado mucho en las armas de fuego y era buen tirador, estaba seguro de salir airoso de la prueba.