El barón Bagge

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Título: El barón Bagge Autor: Alexander Lernet-Holenia Género: Terror

En pleno invierno de 1915, al sur de los Cárpatos, un destacamento de ciento veinte jinetes del ejército austro-húngaro persigue más allá de sus líneas un enemigo inalcanzable. A través de la enorme llanura desolada, sobre la que se cierne un cielo plomizo y una densa niebla cenicienta, la tropa se adentra en un extraño reino poblado de sombras que vagan por la oscuridad y el silencio, donde «ya no sabe uno con certeza quién es el que aún vive y el que ya está muerto; ni siquiera de sí mismo puede uno estar seguro». Veinte años después, el barón Bagge, único superviviente de aquel malhadado destacamento, narra cómo en el transcurso de aquella misión vivió la aventura de amor y muerte que cambió radicalmente su vida.El barón Bagge, editado por primera vez en 1936, es una de las últimas crónicas de la caballería y uno de los grandes relatos fantásticos del siglo XX.

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Portada del libro El baron Bagge

El baron Bagge de Alexander LernetHolenia


Sinopsis

El título "El barón Bagge" es una obra de Alexander Lernet-Holenia, y su título en español es "El barón Bagge: una historia de aventuras en el siglo XIX".

Este libro es una novela corta publicada en 1927, que combina elementos de aventura, romance y humor. La trama sigue a un joven barón llamado Bagge, quien viaja a través de Europa en busca de aventuras y conocimientos. Durante su viaje, se encuentra con una serie de personajes interesantes y desafiantes, lo que le lleva a enfrentamientos y situaciones divertidas.

La obra de Lernet-Holenia es conocida por su estilo únicamente y su capacidad para crear personajes y situaciones humorísticos y absurdos. "El barón Bagge" es una lectura divertida y entretenida que combina elementos de la literatura de aventuras con el humor y la ironía de la época.

Fragmento del libro


También quise visitar la tumba de Charlotte. Ya estaba casi cubierta por las malezas y en el montículo el viento agitaba la hierba y la azul estafisagria. Me planté frente a la tumba y, aunque parezca extraño, no sentí nada. Me parecía que la que estaba allí sepultada era una persona completamente extraña a mí. Y en verdad era una extraña, una desconocida. Cuando me volví para salir, vi a un hombre bien vestido, de alrededor de cuarenta años, que, de pie en la entrada del cementerio, me miraba fijamente. Supuse que sería un Szent-Kiraly o bien uno de sus parientes, dueño ahora de la posesión y a quien, sin duda, le habían prevenido que alguien estaba visitando las tumbas de la familia. Por lo visto se había apresurado a llegarse hasta el cementerio para hablar conmigo y tal vez para disculparse a causa del estado de las sepulturas, pues el hombre parecía esperar de mi parte algún reproche, ya que cuando me acerqué a él bajó la mirada al suelo. Pero yo pasé de largo sin hablarle. Aquel hombre me interesaba tan poco como la tumba.

Continué, pues, mi camino por el valle de Laborza. Era lugar llano y ameno, en modo alguno sombrío; tampoco los otros valles que había más hacia el nordeste y hacia el norte estaban cerrados por montes altísimos que llegaban al cielo o velados por negra niebla, parecida al humo, que producían las granadas japonesas al estallar. No conseguí encontrar el paraje montañoso en el cual Hamilton dio muerte al ciervo, aunque recorrí a pie esa parte del camino. En cambio, volví a encontrar el puente de oro al que llegamos finalmente y que estaba tendido sobre el río de vidrio. Naturalmente, era de madera y por el San, por supuesto, no corrían trozos de vidrio sino claras aguas. Cuando llegué, vi a una multitud de carpinteros que reparaban el puente, de modo que esta vez tampoco pude atravesarlo. Pero lo cierto es que respiré con alivio, pues probablemente no hubiera tenido valor para pasarlo. Ya se tratara realmente del puente construido con planchas de oro sobre el cual cabalgaron los hombres muertos de una compañía, ya se tratara del puente Es-Sireth de los árabes, que es tan delgado como el agudo filo de una cimitarra y que conduce al paraíso, o ya se tratara tan sólo del sencillo puente de madera que cruza el San, me temo que en ningún caso me habría atrevido a poner el pie sobre él.


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