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El estudiante ruso Razumov se ve envuelto en un atentado cometido por un compañero revolucionario al que acaba delatando a la policía. Empleando similar dureza contra la perversidad de las autoridades zaristas y la crueldad de los revolucionarios, Conrad reconstruye el drama psicológico del delator, que se agudiza aún más cuando éste es enviado a Ginebra para infiltrarse en la organización a la que pertenecía el activista traicionado. Su lucha interior para convivir con el remordimiento acaba convirtiéndose en una patología que afecta a su salud mental y física. Pero entre las múltiples lecturas posibles también está la del hombre desamparado, que no puede confiar en los despóticos funcionarios rusos que le encargan la misión ni en los opositores en el exilio a los que se ve obligado a traicionar. Narrada desde la perspectiva occidental de un inglés afincado en la capital suiza, Bajo la mirada de Occidente está a la altura de las grandes novelas de Conrad como Lord Jim, El agente secreto o El corazón de las tinieblas.
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Bajo la mirada de Occidente de Joseph Conrad
Pero piensa que los verdaderos destructores son quienes destruyen el espíritu del progreso y de la verdad, no los vengadores que se limitan a dar muerte a los cuerpos de los perseguidores de la dignidad humana. Los hombres como yo son necesarios para que puedan existir hombres prudentes y pensantes como tú. Además, esto es todavía peor para los opresores cuando el perpetrador se esfuma sin dejar rastro. Se sientan en sus despachos y en sus palacios y tiemblan. Sólo te pido que me ayudes a desaparecer. Nada más. Sólo que vayas a ver a Ziemianitch en mi nombre al mismo lugar donde fui yo esta mañana. Sólo que le digas: «Quién tú sabes necesita un trineo bien equipado para que lo recoja media hora después de la medianoche en la séptima farola de la izquierda, contando desde la punta de arriba de Karabelnaya. Si nadie interfiere, el trineo debe dar un par de vueltas a la manzana y pasar de nuevo por el mismo lugar al cabo de diez minutos».
Razumov no entendía por qué no había cortado ya la conversación y le había pedido hacía un buen rato a aquel hombre que se largara. ¿Era por debilidad?
Concluyó que lo hacía por instinto de seguridad. Alguien tenía que haber visto a Haldin. Era imposible que nadie hubiese reparado en el rostro y en el aspecto del individuo que lanzó la segunda bomba. Haldin no era un hombre que pasara inadvertido. Miles de policías habrían conseguido su descripción en menos de una hora. El peligro crecía por momentos. Si lo echaba a la calle, no tardarían en encontrarlo.
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