Los cuarenta y cinco

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Título: Los cuarenta y cinco Autor: Alejandro Dumas Género: Aventuras

Historia ambientada en el año 1585. Enrique III sigue siendo rey de Francia, es el día de la ejecución del señor de Salcedo acusado de atentar contra la vida del príncipe el Duque de Anjou. Todo parece indicar que fue enviado por la casa de Guisa. Las puertas de París se han cerrado, pero unos cuantos hombres con sus acompañantes pueden entrar con un pase especial, el total de hombres es cuarenta y cinco. Uno de ellos, Ernanton de Carmaignes conoce a una misteriosa mujer que disfrazada de muchacho se le acerca para pedirle ser su paje y así entrar. Cerca del patíbulo ella hace señales a Salcedo para que no releve nombres, luego huye. Los cuarenta y cinco hombres son presentados ante el Rey por el Coronel General de Infantería d’Epernon, ellos serán parte de una escolta especial que protegerá al rey en todo momento de cualquier ataque.

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Portada del libro Los cuarenta y cinco

Los cuarenta y cinco de Alejandro Dumas


Fragmento del libro


La puerta de San Antonio


Etiamsi omnes.


A las diez de la mañana del 26 de octubre de 1585 no se habían abierto aún las barreras de la puerta de San Antonio.


A las diez y tres cuartos, un piquete de unos veinte suizos, cuyo uniforme daba a entender que pertenecían a los pequeños cantones, es decir, a los más fieles partidarios de Enrique III, desembocó por la calle de la Mortellerie hacia la puerta de San Antonio, la cual se abrió, volviendo a cerrarse luego de haberles dado paso. En la parte exterior de dicha puerta los suizos se alinearon a orillas del soto que por aquel lado cercaba las dos líneas del camino.


Su aparición hizo entrar en la ciudad antes de las doce a gran número de paisanos que a ella se encaminaban desde Montreuil, Vincennes y Saint-Maur, operación que antes no habían podido llevar a efecto por hallarse cerrada la puerta.


En vista de la referida aparición del piquete, pudo pensarse que el señor preboste intentaba prevenir el desorden que era fácil tuviese lugar en la puerta de San Antonio con la afluencia de tanta gente.


En efecto, a cada momento llegaban, por los tres caminos convergentes, religiosos de los conventos circunvecinos: mujeres que cabalgaban en lucidos asnos, labradores tendidos en sus carretas que penetraban por entre aquella masa ya considerable, detenida en la barrera por la clausura inesperada de las puertas, que nada tenían que ver con la mayor o menor prisa de los que a ella acudían, formaban una especie de rumor semejante al bajo continuo de la armonía, al paso que algunas voces, dejando el diapasón general, subían hasta la octava para expresar sus amenazas o sus quejas.


Fácil era observar al mismo tiempo, además de aquella masa compuesta por los que aspiraban a penetrar en la ciudad, algunos grupos particulares que al parecer habían salido de ella, pues en vez de dirigir sus miradas al interior, devoraban, al contrario, todo el horizonte, cerrado por el convento de los jacobinos, por el priorato de Vincennes y por la Cruz Faubin, como si por alguno de estos tres caminos en forma de abanico debiese aparecer un nuevo Mesías.


Hubieran podido compararse los últimos grupos a los tranquilos islotes que se elevan en medio del Sena, mientras a su alrededor separan de su base las inquietas aguas, y los pedazos de césped, y algún ramo de sauce que se desliza por la corriente luego de haber oscilado algún tiempo entre los remolinos.


Dichos grupos, que tanto llaman nuestra atención, porque efectivamente la merecen, se veían compuestos en su mayor parte de vecinos de París, herméticamente encerrados entre sus bragas y jubones, porque el tiempo estaba frío, soplaba un cierzo delicioso, y gruesas nubes que se arremolinaban muy cerca de la tierra, parecía que iban a despojar a los árboles de las últimas y amarillentas hojas que se agitaban tristemente en sus ramas.


Tres de los vecinos referidos hablaban en amor y compañía, o mejor dicho, platicaban dos de ellos y escuchaba el tercero. Esto tampoco es exacto: el tercero ni aun parecía escuchar, porque sus cinco sentidos se hallaban fijos en el camino de Vincennes.


Era este sujeto de alta talla cuando se mantenía derecho, pero en el momento en que nos ocupa, sus largas piernas, de las cuales no sabía qué hacerse cuando no las empleaba en su natural y activo destino, estaban como replegadas debajo de su cuerpo, en tanto que sus brazos, de no menor extensión que sus piernas, se cruzaban sobre el jubón. Recostado en la cerca del soto, conservaba su rostro cubierto con una mano como un hombre que no desea ser conocido, arriesgando solamente un ojo, cuya mirada penetrante atravesaba entre los dedos, separados por la distancia estrictamente necesaria que daba paso a la vista.


Inmediato a tan extraño personaje, un hombrecillo subido sobre un cerro conversaba con otro muy gordo que apenas podía sostenerse en la pendiente del mismo, y que a cada traspiés que daba se sostenía agarrado a los botones del jubón de su interlocutor.


Y éstos eran los otros dos vecinos de París que con el personaje mudo componían el número cabalístico


tres


, anunciado.


—Sí, Mitón —decía el hombrecillo al gordo—; habrá hoy cien mil personas alrededor del cadalso de Salcedo… cien mil por la parte más corta, y esto sin contar las que están a estas horas en la plaza de Grève, o que concurren a ella de los diversos barrios de París. Ya veis cuántas hay aquí, y eso que ésta no es más que una puerta: juzgad las que entrarán por las otras quince puertas.


—Cien mil son muchas personas, compadre Friard —respondió el hombre gordo—, creed que no pocos seguirán mi ejemplo y no irán a ver descuartizar a ese desgraciado Salcedo por temor de algún jaleo, en lo cual obrarán con mucho tino.


—Cuidado con lo que dice, señor Mitón —replicó el hombrecillo—, porque está usted hablando como un político. Le aseguro que nada habrá, nada absolutamente.


Y notando que su interlocutor sacudía la cabeza con un gesto de duda:


—¿No es verdad lo que acabo de decir, señor mío? —añadió volviéndose hacia el hombre de largos brazos y descomunales piernas, quien en vez de continuar mirando hacia el lado de Vincennes, aunque sin separar la mano de la cara, acababa de hacer un cuarto de conversión, eligiendo la barrera por punto de vista con la más escrupulosa atención.


—¿Qué? —preguntó como si sólo hubiese oído la pregunta que se le hacía y no las palabras que habían precedido a la interpelación y a las cuales debía responder el otro vecino.


—Decía que nada acontecerá hoy en la Grève.


—Creo que os engañáis y que por el contrario acontecerá algo, toda vez que van a descuartizar a Salcedo —replicó tranquilamente el hombre de los brazos largos.



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