Diario del año de la peste

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Título: Diario del año de la peste Autor: Daniel Defoe Género: Histórico

Considerado una de las cumbres de la literatura inglesa de todos los tiempos, el Diario del año de la peste es un escalofriante relato novelado en el que se describen con crudeza los horribles acontecimientos que coincidieron con la epidemia de peste que asoló Londres y sus alrededores entre 1664 y 1666.Daniel Defoe, con precisión de cirujano, se convierte en testigo de los comportamientos humanos más heroicos pero también de los más mezquinos: siervos que cuidan abnegadamente de sus amos, padres que abandonan a sus hijos infectados, casas tapiadas con los enfermos dentro, ricos huyendo a sus casas de campo y extendiendo la epidemia allende las murallas de la ciudad. El Diario del año de la peste es una narración dramática y sobrecogedora, con episodios que van de lo emotivo a lo terrorífico, un relato preciso y sin concesiones de una altura literaria que todavía hoy es capaz de conmovernos hasta las lágrimas.

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Portada del libro Diario del ano de la peste

Diario del ano de la peste de Daniel Defoe


Sinopsis

El título completo del libro de Daniel Defoe que estás buscando es "Diario del año de la peste" (título original en inglés: "A Journal of the Plague Year"), y su sinopsis en español es la siguiente:

El libro "Diario del año de la peste" es una novela histórica escrita por Daniel Defoe y publicada en 1722. La obra narra la historia de un grupo de personas que viven en Londres durante la epidemia de la peste bubónica de 1665-1666, que causó una gran cantidad de muertes y desolación en la ciudad.

El protagonista del libro, un joven llamado H. F., relata su experiencia personal y la de sus seres queridos durante la epidemia, incluyendo la forma en que la enfermedad se extendió rápidamente por la ciudad, la reacción de la población y los esfuerzos de los médicos y científicos para encontrar una solución.

Fragmento del libro


Al pasar un día a través de Tokenhouse Yard, en Lothbury, se abrió súbitamente un postigo, justo sobre mi cabeza, con gran violencia; y una mujer lanzó tres terroríficos chillidos y luego gritó: «¡Oh, muerte, muerte!» en un tono inimitable que me llenó de espanto y me heló la sangre en las venas. No se veía a nadie por la calle y tampoco se abrió ninguna otra ventana, por cuanto la gente ya no sentía curiosidad por nada ni tampoco podían ayudarse unos a otros; así pues, seguí mi camino para entrar en Bell Alley.


Justo en Bell Alley, a mano derecha del pasaje, había un griterío aún más terrible que el anterior, si bien no estaba dirigido hacia la calle; pero toda la familia estaba poseída por un miedo pánico, y pude oír a mujeres y niños correr por la habitación gritando como dementes, hasta que se abrió una mansarda y alguien preguntó desde el otro lado del pasaje: «¿Qué es lo que pasa?», a lo que contestaron desde la primera ventana: «¡Oh, Señor, mi esposo se ha ahorcado!». La otra voz preguntó: «¿Está verdaderamente muerto?», y la primera respondió: «¡Ay, ay, absolutamente, muerto y frío!». Esta persona era un comerciante y un regidor diputado, muy rico. No deseo mencionar su nombre, aunque también lo sabía, porque sería muy duro para la familia, que ahora es próspera nuevamente.


Pero éste no es más que uno de los muchos casos horrorosos que se sucedían diariamente en las familias y que son casi increíbles. La gente, devorada por la peste o atormentada por sus pústulas, que por cierto eran insoportables, y sin poderse dominar, en pleno delirio y locura, volviéndose a menudo violentamente contra sí mismos, se arrojaban por las ventanas, se disparaban armas de fuego, etc.; madres que en su frenesí asesinaban a sus propios hijos, personas que morían nada más que de pena; otras, simplemente de terror y de espanto, sin estar infectadas en lo más mínimo; otras a las que el terror arrastraba a la idiotez y al delirio insano, a la desesperación y al frenesí, otras a una locura melancólica.


El dolor producido por las hinchazones era especialmente violento e intolerable para algunos; y puede decirse que los cirujanos y médicos torturaron a muchas pobres criaturas incluso hasta la muerte. En algunos, las hinchazones eran duras y les aplicaban emplastos supurativos o cataplasmas para abrirlas y si estos remedios no servían, las cortaban y escarificaban de manera terrible. En algunos, aquellas hinchazones estaban endurecidas tanto por la fuerza de la enfermedad como por los emplastos violentos aplicados, y eran tan duras, que no había ya instrumento capaz de cortarlas; y entonces las quemaban con cáusticos, de modo que muchos murieron delirando en su agonía, algunos de ellos durante la operación misma. Otros, traspasados de dolor, por falta de una ayuda que los mantuviese sujetos a sus lechos o que los atendiese, se quitaban la vida como dije antes. Algunos escapaban a la calle, a veces desnudos, y corrían directamente hacia el río; y si no eran detenidos por el vigilante o algún otro guardia, se precipitaban dentro del agua dondequiera que la hallasen.


Frecuentemente me atravesaba el alma escuchar los quejidos y aullidos de los que eran atormentados de esta guisa, si bien esta solución se tenía por más prometedora; ya que si se conseguía hacer madurar, abrir y dejar supurar estas hinchazones, o hacerlas digerir, como decían los cirujanos, el paciente se recuperaba por regla general; mientras que aquellos que eran fulminados por la enfermedad al principio, como la hija de aquella dama, apareciendo sólo luego las marcas características sobre sus cuerpos, con frecuencia andaban por todas partes tranquilamente hasta muy poco antes de morir, algunos hasta el momento mismo en que se desplomaban, como suele suceder en caso de apoplejía o epilepsia; se sentían muy enfermos súbitamente, y corrían hacia un banco o un tronco, o cualquier lugar conveniente que tuviesen cerca, o a sus propias casas si era posible, como mencioné antes, para sentarse, desvanecerse y morir. Esta clase de muerte era muy parecida a la que sobrevenía en casos de gangrena común, en que las gentes se desmayaban y se marchaban como en un sueño. Los que así morían tenían muy poca conciencia de estar infectados, hasta que la gangrena se les había extendido por todo el cuerpo; tampoco los médicos sabían con certeza lo que les ocurría hasta que les abrían el pecho u otras partes del cuerpo y veían las señales.



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